Crónicas de la 61 Viennale – Parte 1

Escala en Gante

Antes de que llegar a Viena hice una escala: Gante, Bélgica. Este año fui seleccionado para participar en el Taller de Críticos Jóvenes que el sitio web photogènie organiza en el Festival de esta ciudad. Poco a poco irán surgiendo detalles de la experiencia en cuestión, pero lo pronto basta decir que es uno más de los espacios que el circuito de festivales dedica para que críticos de determinado rango de edad (en este caso 18 a 26 años, pero ningún de los 4 seleccionados tenía menos de 24) se encuentren con pares de otras nacionalidades, trabajen textos y reflexionen acerca del oficio con la garantía del valor curricular de dicha participación y, en consecuencia, la promesa de que más puertas se abran en un mundo lleno de cerraduras. Este taller en particular, a diferencia de sus semejantes en Locarno, Berlinale o Rotterdam, es como la ciudad que lo alberga: discreto y poco demandado (aunque no por ello menos riguroso y, probablemente, mucho más cinéfilo). Las siguientes reflexiones se suscitaron a lo largo de esos días y son un preludio a mi cobertura de la sexagésimo primera edición del Festival Internacional de Cine de Viena: una clave de lectura que da cuenta de las condiciones bajo las cuales se escribe sobre películas durante el ajetreado trajín de un festival de cine.

Cuando Vedant Srinivas, mi compañero proveniente de la India, y yo conversamos por primera vez en la habitación del hostal donde nos hospedaron, una de las primeras cosas que me dijo fue: “¿Se supone que tenemos que entregar nuestras reseñas al día siguiente de ver la película?” Le contesté que sí. Ante mi respuesta, me dijo, consternando, que él no estaba acostumbrado a escribir tan rápido y con tan solo un visionado de la película. Eso me hizo sentir acompañado, ya que yo también me tomo mi tiempo para escribir y procuro ver las películas sobre las que hablo más de una vez. Por lo tanto, tenía (y aún tengo) la misma angustia que él.

Escribo muy lento; lo hago tomando mis pausas y con cautela. No soy periodista (se siente, por tanto, raro tener una acreditación de prensa) y los géneros y las formas de proceder me son ajenas. Por el contrario, mi formación en los estudios literarios me ha hecho replicar en la escritura sobre cine algo que es recurrente en esta disciplina: volver una y otra vez a la obra en cuestión. Así como cuando escribo sobre un poema o una novela vuelvo una y otra vez a fragmentos del texto, cuando hago lo propio acerca de una película procuro, en la medida de lo posible, volver a mirar determinada secuencia con tal de dar cuenta de las evidencias que consolidan mi argumento de la forma más precisa. Pode poner pausa apretando un botón facilita lo anterior y es una gran ventaja. Es imposible hacer eso en medio de tres o cuatro funciones diarias, reuniones de retroalimentación y eventos sociales. Las horas de sueño y contemplar La adoración del cordero místico de van Eyck que alberga la catedral de San Bavón estaban descartadas de antemano.

Con todo, en 2022, yo ya había tenido una experiencia similar en el Talents Press del Festival Internacional de Cine de Guadalajara (se puede leer más al respecto aquí). Ahí, tuvimos que escribir dos reseñas en un plazo de cinco días, una de las cuales la comenzamos a trabajar con antelación ya que nos hicieron llegar un enlace, por lo que durante el festival sólo había que ver una película más y redactar el respectivo texto. Mientras tanto, en Gante, teníamos que escribir tres reseñas, un texto breve a partir de uno de los cortos que el festival comisionó a 25 cineastas y 25 compositores para festejar su quincuagésimo aniversario y planear un ensayo de largo aliento. Los contrastes no se agotan ahí. En Guadalajara había otras actividades obligatorias como mesas redondas o conversatorios y muchas, muchas fiestas, dejando la cinefilia y la escritura una posición secundaria. Pero la diferencia principal radica en el hecho de que el Talents Press forma parte de un programa en el cual también participan personas que se dedican a la realización: directores, guionistas, fotógrafos, sonidistas, etcétera.

Lo último tiene varias implicaciones que no son para nada menores. La primera es que se asume que la crítica forma parte de esa “industria” (si es que alguna vez participó del todo ella, si es que aún podemos hablar de “industria”). En ese sentido, se descarta que la crítica pueda ser una práctica independiente que sólo busque organizar la experiencia estética que se vive al ver película, sin importar que esto no tenga injerencia de ninguna índole en las ganancias monetarias o, incluso, la recepción de un filme por parte del público. Y ahí radica la segunda implicación. En el Talents Press convives con cineastas y es inevitable tanto formar vínculos afectivos como que estos te pidan escribir sobre sus películas. Resulta difícil no mostrarse entusiasta ante el trabajo de tus amistades. Por lo tanto, la incorporación de la crítica (si le podemos llamar tal) a este programa es que te vuelvas un eslabón más en la pequeña estrategia de mercadotecnia que tendrán estas películas (que, con todo, están lejos de competir con los grandes tiburones que nadan en las salas de cine).

Entonces escribir en tan poco tiempo sobre una película no era algo nuevo para mí. No por ello dejaba de ser algo desafiante y fuente de cierta angustia, que también compartían Christy Tan (de Australia), Liska Brahms (Bélgica) y Sam Warren Miell (Inglaterra), el resto de mis compañeras. ¿Cuál es la mejor manera para escribir crítica de cine en el contexto de un festival y que sea lúcida, lírica e ingeniosa? Esa pregunta estuvo desde el comienzo. La respuesta de Bart Versteirt, editor en jefe de photogènie (quien no pudo encargarse del taller como habitualmente lo hace debido a que se fracturó el tendón de Aquiles durante los días previos) y de Michaël van Remootere, crítico de cine flamenco (que formó parte del taller en 2016 y entró de relevo) es que no la hay, que si bien hay quien vive de hacer eso, no es lo ideal y que, por lo tanto, el taller era más bien un ejercicio: una gimnasia mental que, a partir de una serie de repeticiones intensivas, darían como resultado confianza en la prosa y mayor conciencia sobre la materia que la constituye: la lengua. Escribir, finalmente, es reescribir, editar, reparar una y otra vez para elegir la palabra precisa. En la medida en que lo anterior se pueda hacer con agilidad, mejores textos se obtendrán en la menor cantidad de tiempo posible y, en circunstancias en las que haya un plazo de entrega mayor, los textos podrán ser aún más virtuosos.

Al par de días, llegó el crítico y ahora guionista Nick Pinkerton, quien era el mentor del Taller, labor que lleva haciendo desde hace nueve años. La inquietud acerca acerca de la escritura era la misma y su respuesta aún más contundente y desalentadora: “No hay contexto peor para ver una película que un festival de cine, ni condiciones más arduas para la escritura que practicarla en un cuarto de hotel o entre funciones en una sala de prensa. Toda mi admiración hacia ustedes por sus textos, hace mucho que yo ya no lo hago así”. La reflexión de Nick introduce una arista más a la problemática y que, en realidad, ya no radica en la escritura misma sinol más bien, en cómo vemos las películas en este marco: la estructura de un festival es la que resulta desfavorecedora. En ese sentido, su perspectiva se asemeja a la de Chris Fujiwara, para quien el rol de la prensa y de los programadores en el marco de los festivales es establecer cuales películas son contemporáneas. El resltado que se obtiene, entonces, suele ser malo, pues “al ritmo de tres o cuatro películas pulveriza tanto la memoria como la capacidad de elegir”. Bajo esta óptica, el concepto de festival de cine no es el albergue adecuado para el arte cinematográfico.

¿Entonces? ¿Para qué asistir a un festival y participar un taller de crítica? ¿Por qué hacer una cobertura cuando las condiciones para que el pensamiento sobre este arte se haga con justeza pareciera estar en otra parte? Hay que ser un poco benevolentes, los festivales, también, son oasis. Su etimología, festus, significa fiesta. De ahí también viene “festín”, que es una fiesta privada con baile y comida” (habría que deternese en ese carácter “privado” en otro momento)”. Hablemos de comida. Desde esta semejanza etimológica, los festivales bien pueden compararse con un buffet suculento en el cual puedes comer lo que desees y en las cantidades que te plazca.

Esto puede ser muy placentero y nutritivo, pero sí te pasas de la raya puede causar un malestar digestivo. La analogía alimentaria, ya lo sé, no es nueva y es un tanto pedestre, pero es clara. Y es que ahí estriba la mayor dificultad. Una reseña lúcida y de extensión considerable puede llevarse a cabo perfectamente en este marco viendo una o dos películas al día. El asunto es que para la cinefilia cuando el buffet es tan basto y sabroso, dan ganas de seguir comiendo. Y, ya entrados en gastos, no dan ganas de parar porque está la amenaza de que una función sea irrepetible. Esto, sobre todo, resulta más fácil cuando no hay urgencia para dictar esa contemporaneidad como busca el periodismo y, por lo tanto, la presencia del cine del pasado resulta clave en esto pues detona una sensación de irreptibilidad. Saber que puede que no tengas otra oportunidad de ver el Ludwig (1972), de Syberberg, en pantalla grande infunde con una energía inuscitada para seguir entando a funciones. Esto convive, también, con la ansiedad de poder ver cuanto antes Cerrar los ojos (2023), el primer largometraje de Víctor Erice en treinta años. En medio de todo esto, las decisiones difíciles y los sacrificios no faltan: tener que decidir entre ver una copia en 35 mm de Short Cuts (1993), de Robert Altman, o la premier mundial de Gift (2023), de Ryusuke Hamaguchi, musicalizada en vivo por Eiko Ishibashi o entre ver por primera vez en pantalla Mon Oncle (1958), de Jacques Tati, o aistir a la función de The Sweet East (2023), presentada por el propio mentor del taller y con la presencia de Sean Price Williams, Talia Rider y Earl Cave (el hijo de cierto cantante australiano).

Quizás ante todo la memoria se pulverice y la capacidad de discriminar adecuada se nuble, pero entonces esto regresa a la experiencia de un festival la función inicial que tiene en nuestro cuerpo la comida (para seguir con la analogía alimentaria): darnos energía para seguir con vida. Así, ya no se trata de intentar determinar la contemporaneidad, sino de darse una inyección de vitalidad ante la cual no queda más que sentir gratitud. Y así, el acto de ver películas en un festival y escribir sobre ellas no sólo es fundamental desde su sentido más mundano, sino que de este emergen cierta gratitud y sacrificio dotando a estos días de una dimensión espiritual y trascendental: por cada película que decidimos no ver, surge la experiencia de ese potencial visionado en el futuro, esa creencia en que en el manaña la existencia nos brindará la posibilidad de encontrarnos con esos planos. La biografía cinéfila, en definitiva, cultiva la esperanza.

¿Qué queda entonces de todo este entrenamiento? Lo mismo que sucede en aquellos que llevan a cabo los equipos deportivos (quizás el campo donde ese sustantivo sea más empleado): repeticiones, constancia, técnica (porque, sí, la crítica de cine es un savoire faire y la acoplación de un grupo que proverá de comentarios agudos que lleven los textos a una mejor meta. También, el entrenamiento permite los errores, las imprecisiones y los accidentes que, quizás, un partido no permite. Leánse, pues, las siguientes partes de esta crónica con esta clave.

Última aclaración: pongo el punto final de este texto minutos antes de entrar a mi penúltima función en Viennale. Lo que sigue, entonces, surgirá en retrospectiva, a partir de notas y recuerdos: las pulverización de mi memoria. Cuando le pedí consejo a Savina Petkova, colega de Bulgaria, quien participó en el Taller en 2018, sobre cómo hacer para llevar a cabo la escritura durante los días en Gante, su respuesta fue: “sólo disfrútalo”. Lo que sigue, también, es el recuento del disfrute en Viena.

Por José Emilio González Calvillo