Croissants desde Cannes 2024 – Parte 3

La recta final del Festival Internacional de Cine de Cannes ha dejado pocas satisfacciones entre la mayoría de la prensa, quienes en general han visto en la Competencia Oficial un nivel relativamente bajo y más decepciones que aciertos. También las secciones paralelas han dado pocos asomos de vida o algún título que genere el ruido necesario para dominar, aunque sea momentáneamente, la conversación del festival. Sin embargo, el balance de este par de días ha sido favorable gracias a dos de las películas presentes en esta entrega.

Dos pedazos de repostería crujiente y uno rancio.

Misericordia
Dir. Alain Guiraudie
Cannes Premieres

El derecho a desear y disfrutar ha sido defendido aguerridamente por el cineasta francés Alain Guiraudie a lo largo de su filmografía. Desde Le roi de l’évasion (2009) hasta Viens, j ‘t’emmene (2022), Guiraudie ha usado como pocos cineastas reglas y códigos de géneros bien establecidos para moldearlos a su propia visión, proeza lograda por pocos cineastas con años de oficio, pero el realizador francés, además de tener una sólida e implacable ética de trabajo, opera bajo un sistema ético que pone el deseo por encima de los cuerpos y no le niega a ninguno de sus personajes, independientemente de la edad y condición física, el goce del placer y el cariño.

En Misericordia, su más reciente proyecto, Guiraudie se adentra en la vida privada de una diminuta comunidad rural —como se ve en las películas del gran cineasta francés Marcel Pagnol, por ejemplo La femme de Boulanger (1938)— para desarrollar un tenso thriller con tintes cómicos en el que un joven aprendiz de panadero (Felix Kysyl) regresa al pueblo después de la muerte de su maestro, hospedándose con su esposa (Catherine Frot) y sufriendo el incesante acoso del hijo de ambos (Jean Baptiste Durand), quien sospecha que el joven ex panadero tiene la intención de acostarse con su madre, cuando en realidad de quien estaba profundamente enamorado era de su difunto maestro.

Este triángulo se extiende cuando, después de un homicidio, el joven debe recurrir al apoyo del cura local (Jacques Develay), un hombre que cree firmemente en la libertad del cuerpo y es más fiel a su propio deseo que al mismo Dios. Con preciso cuidado en el ritmo, Guiraudie va develando la complejidad y naturaleza ambivalente de ese deseo a través de una tensión que casi siempre encuentra su punto catártico en la gentileza de una broma antes que en explosiones arrebatadas de violencia.

La pasión, para un cineasta como Guiraudie, es una cuestión de tiempo y de escucha, nunca de caprichos y, aún más importante, un acto de fe que se consuma en cosas tan simples como compartir la cama y sostenerse las manos. Aquí, en lugar de compadecimiento, hay un profundo y paciente amor.

Parthenope
Dir. Paolo Sorrentino
Competencia Oficial

La idea que el cineasta italiano Paolo Sorrentino tiene de la belleza, ha perdido con el paso de los años el nivel alcanzado en La gran belleza (La Grande Bellezza, 2013) y que desde su siguiente película, Youth (2015), se ha enquistado en una coraza tan dura como superficial, la cual recubre la fotografía y composición preciosista/decadente de Parthenope. En esta nueva creación presenta una visión a través del tiempo de una despampanante joven llamada Parthenope (Celeste Dalla Porta), hija de un acaudalado matrimonio de Nápoles cuyo parto tiene lugar en el mar y, además, sufre más con su belleza de lo que la disfruta.

En la visión de Sorrentino, la forma más efectiva de redimir el castigo de la belleza es a través de la educación, por ello hace de Parthenope una excepcional estudiante universitaria, interesada en la antropología y en la literatura. El hábito de la lectura le otorga un veloz y agudo ingenio, evitando ser presa fácil de ningún hombre, aunque vive atormentada por tener un intenso amor platónico por su hermano, que tiene un desenlace trágico.

Sorrentino, en plan francamente onanista, se endiosa con filmar a su protagonista, cometiendo el craso error de evitar que el espectador pueda compartir esa fascinación. Provocando, en el peor de los casos, que se sienta una profunda indiferencia ante la belleza de una actriz como Celeste Dalla Porta, quien ciertamente pone de su parte para hacer algo digno, así su director prefiera quedarse absorto en una noción muy limitada de belleza, carente de cualquier tipo de densidad lírica o poética. A lo sumo, resulta profundamente vulgar y vacía. Por un plano genuinamente bello, Sorrentino filma cien desechables. No hay balance ni equilibrio, solo embriagamiento e intoxicación. Trágico debe ser para un hombre tan admirador de la belleza, que la misma lo eluda con semejante fuerza.

Grand Tour
Dir. Miguel Gomes
Competencia Oficial

El cineasta portugués Miguel Gomes concibe el cine como un acto lúdico. Desde sus primeras películas, el acto de pretender y jugar con la realidad se ha vuelto una tendencia recurrente en su filmografía. Incluso cuando ha llegado a ser más serio —Tabu (2012)— o en momentos donde la vanidad lo ha vencido —La trilogía de Las mil y una noches (Las mil e uma noites, 2015)—, nunca ha dejado de creer en la belleza de narrar y mientras más pulcro sea el ejercicio, incita una poderoso hechizo hasta hacernos creer firmemente en la veracidad de la falsedad.

Grand Tour, su nuevo proyecto, es una superproducción de envidiable austeridad, en la que al estilo de Sans Soleil (Chris Marker, 1985), Gomes se sumerge en distintos países asiáticos mostrando principalmente parajes urbanos y de entretenimiento local para, a partir de ellos, crear una historia de amor entre un diplomático británico de bajo rango y su prometida en la Birmania de 1917, ya que un día antes de casarse debe salir a una odisea por toda Asia, dejando su promesa de amor truncada y a la espera de su regreso.

La idea de un amor idílico a través de parajes distantes de Occidente sedujó a varios cineastas del Hollywood clásico, como Josef Von Sternberg, George Cukor o John Farrow, cuyos espíritus están de alguna forma conjurados en el relato de Gomes, particularmente en las secuencias filmadas en un evidentemente estudio cinematográfico —otra ilusión que corre el riesgo de perecer ante la invasión de pantallas verdes—, cuyo encanto particular se potencia por la singular belleza de las imágenes capturadas por Gomes en distintos países asiáticos en tiempos de pandemia.

Las imágenes a color y aquellas en blanco y negro generan un anacronismo particular, sugiriendo una colisión del tiempo a través del medio cinematográfico. Una idea cuyo concepto suena mucho mejor del resultado final en pantalla, y que a pesar de tener un gran valor, resulta difícil no considerar reiterativo después de lo hecho en Diarios de Otsoga (2021), híbrido que recurre a muchos de los mecanismos presentes en Grand Tour y en otros trabajos, encontrando aquí una resonancia particular con el notable aprecio de Gomes por el cine clásico y su ilusión de realidad.

Hay un momento en el que se hace una invitación a “abrirse al mundo” y de esa forma recibir toda la generosidad que tiene para dar. Dicha apertura restringe el asirse de algo conocido, desprenderse de nociones preconcebidas respecto a lo que una película debe ser y que una forma diferente de narrar no necesariamente debe ser tildada como “experimental”, sino simplemente admitir que una historia es una historia, independientemente de si ésta sigue una secuencia temporal, lógica o espacial definida. Es un poco como la secuencia inicial, donde el motor de una rueda de la fortuna en una feria local es movido por un par de hombres que se cuelgan del artificio mecánico para que éste se pueda mover. El motor es humano, con todo lo esto implica.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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