El trabajo más reciente de la directora argentina Tamae Garateguy, Auxilio (2023), nos sitúa en la segunda década del Siglo XIX en un convento que es, a su vez, una institución psiquiátrica. Emilia (Cumelen Sanz) es ingresada por órdenes de su padre (Germán Baudino), un militar acaudalado en ascenso que busca suprimir los comportamientos “de hombre” que tiene su hija. Una vez en el convento se pondrán en escena varias situaciones.

El hilo conductor es una historia familiar: Emilia no lo sabe, pero el fantasma que se le aparece es el de su hermana Adela, una sugerencia de Lilith, que se complace observando la puesta en acto de los deseos de las internas. Su mirada se agota en su gestualidad, una mirada de disfrute y complacencia que no dirige hacia ningún lado, sino a un eterno lugar común que permanece en la dicotomía entre el bien y el mal.

Parecería que una película cuyo guión (Miguel Forza de Paul) aborda el anarquismo, la libertad en el ejercicio de la sexualidad, varias críticas a la iglesia como institución, así como la forma en la que se trataban a las internas psiquiátricas –enmarcado en una dirección con perspectiva de género y con una postura libertaria– tendría fortaleza en su ejecución. Sin embargo, la película de Garateguy se diluye en su propio embelesamiento plástico: las imágenes aisladas encuentran un equilibrio en el encuadre pero que al momento de ser articuladas dentro de la narrativa, se escurren entre tantas lagunas que se crean al buscar abordar tantas inquietudes.

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El personaje más interesante descansa en una interna anarquista (Paula Carreuga) que hace frente tanto al Padre violador (Gerardo Romano) como a la Hermana encargada de la disciplina. Su peso hace que las demás expresiones que intentan inscribirse en atmósferas de cine de género, tengan un poco de relevancia. La presencia de la pareja sentimental de Emilia, enmarca la dictadura militar, las violaciones, las torturas y la represión tanto de lo que no se comprende (neuropatías) como de lo que necesita ser expresado (la praxis de la sexualidad). Sin embargo, es muy delgado el entramado de Auxilio: las secuencias de las posesiones, de la decapitación del Cristo de la iglesia y de flashbacks y flashforwards se acartonan de tal manera, que parecen viñetas aisladas, ocurrencias que persiguen un status quo de lo que se considera una atmósfera que busca el terror y la angustia.

Por momentos, la edición se vuelve tan circular que pareciera que todo es un sueño de Emilia: un sueño sobre otro sueño que no termina por tener repercusiones materiales, sino hasta muy avanzada la película. Uno de estos sueños vívidos es el cambio de estafeta de la corona de espinas: primero Jesucristo, luego Adela y por último Emilia. ¿Qué se hereda? ¿La culpa, la figura de mártir, la necesidad de ser salvadora, la condena? Colocar elementos aparentemente disruptivos en un espacio que no le corresponde por su propia naturaleza (un Cristo decapitado o un fantasma con los ojos en blanco en una iglesia), no es transgresor. Si la imagen no va acompañada por un corpus simbólico, se vuelve inverosímil, en el mejor de los casos irrisoria. Sabemos que Paul Verhoeven explora las imágenes que invitan a la provocación, pero el subtexto le permite a la imagen reventar la narrativa y no sólo ser un ornamento –Benedetta (2021)–.

Emilia, al final de la película, rechaza regresar con su padre porque ha construido una comunidad en el convento y esta comunidad le permite la libertad que no encontraba afuera. Establece un vínculo con la locura y una curiosidad que, precisamente, no tiene límites. Le dice a su padre: “la locura no nos aparta de la verdad”. Ojalá la locura hubiera sido el camino elegido en términos de composición y dirección para Garateguy, porque así tal vez hubiera llegado a una verdad, posiblemente transgresora o crítica, pero completamente propia, asumiendo sus riesgos. El camino que eligió fue el de la cordura, que de tan artificial, se vuelve plana y terriblemente ordinaria.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@mariodelacerna)