‘No soy una bruja’ y la incertidumbre mística

La creencia en la posesión de habilidades mágicas es una constante a lo largo de la historia de la humanidad. Las interpretaciones de los más temerosos han llevado a la condena de individuos sospechosos de practicar brujería, las cuales provocaron cuestionables procesos judiciales en su contra, siendo los juicios de Salem uno de los más casos más reconocidos del tema, semilla de inspiración para que, incluso, el dramaturgo Arthur Miller retratara en Las brujas de Salem aspectos vigentes como el oportunismo disfrazado de falsas acusaciones y las repercusiones de la paranoia.

Partiendo del miedo que provoca el azar y las incidencias espontáneas sin explicación, No soy una bruja (I Am Not a Witch, 2017) aborda también la pérdida de la inocencia gracias a la severidad de las acusaciones provocadas por el misterio de lo inexplicable. La pequeña Shula (Maggie Mulubwa) es tomada en custodia tras acusársele de bruja y es exiliada al desierto junto con otras mujeres de misma condición, atándosele un cordón a su espalda que conecta a un árbol para evitar un escape, ya que si lo hace, será convertida en cabra.

Con su ópera prima, la realizadora Rungano Nyoni capta, sutil y con dureza, el estigma social provocado por condenas premeditadas e infundadas hacia supuestas brujas, unas que llevan hacia amenazas de muerte de ciudadanos que inciden en actos de violencia, con el líder local que, escondiendo sus intenciones políticas, utiliza a Shula como instrumento de impartición de justicia en localidades sin educación y para afianzar su imagen pública.

La parte mística obligada, más allá de exaltar un puñado de creencias culturales en África, entrevé los intereses basados en supersticiones, representada con una experimentada bruja que aboga por sus intereses, obsesionada con encontrar a una bruja que llame a la lluvia, simbolismo de esperanza ante un escenario dominado por la desolación del desierto y la miseria económica.

El relato alterna también con el modus vivendi de las brujas, limitadas a posar para la cámara de los turistas, hacer trabajos forzados en el campo y a vivir vidas indeseadas, con cánticos que ayudan a iluminar un poco la oscuridad de sus existencias. Aunado a ello, la rebeldía de Shula y sus instancias de humor son el reflejo de la inconformidad al sometimiento de la sociedad, guiando hacia un desenlace que si bien es predecible y se deslinda de las interesantes aseveraciones políticas presentadas, capta con delicadeza el entramado étnico en Zambia que ejecuta rituales con la esperanza de lograr un cambio.

La sencillez de No soy una bruja y su contraste musical parecen descolocados de su severo entramado social y étnico, pero es un meritorio trabajo que pone a tela de juicio la intolerancia de la sociedad hacia el azar y las creencias de la brujería, emulando a la paranoia que ciega el juicio humano, al mencionado oportunismo para sacar provecho desmedido de las circunstancias y la pérdida del derecho de la infancia a causa de un mundo adulto enfocado en el poder.

Por Mariana Fernández (@mariana_ferfab)