‘La noche del cazador’: Soportar

Abide es la palabra que revela los secretos de La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955). James Agee y Charles Laughton, guionistas ambos y director el último, utilizan abide, soportar, como una definición de la esencia infantil. “Los niños son el hombre en su punto más fuerte. Ellos soportan”, dice a la cámara Rachel Cooper (Lillian Gish) al final de la cinta, y sintetiza un pensamiento basado no en el estoicismo de Séneca, sino en la resignación cristiana. La vida no se acepta, se soporta. De la misma manera, los niños no maduran, sólo crecen.

Impresionada por la resignación de la niñez, la cinta olvida preguntarse el por qué de esta conducta. La respuesta real: porque los pequeños no tienen de otra. El director español Carlos Saura alguna vez afirmó que la infancia era una edad horrible en la que uno es llevado de la mano a un lado y a otro sin entender qué pasa. Su opinión la refleja en Cría cuervos… (1974) mediante la ironía de una niña que cree estar asesinando a toda su familia con un poderoso veneno que resulta ser bicarbonato de sodio. Ella es sólo una criatura llena de imaginación, pero carente de poder, de control alguno. En La noche del cazador se nos ofrece una visión muy distinta, pues para Laughton los niños son figuras heroicas por su entereza ante las negligencias del mundo adulto, demasiado distraído por sus instintos primarios como para hacerles caso.

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La pasión de hombres y mujeres como raíz del descuido es un argumento fuerte de la cinta, y un tema arquetípico que notamos en grandes películas sobre la niñez como Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), Juegos prohibidos (Jeux interdits, René Clément, 1952) y la misma Cría cuervos… En el filme de Laughton, como en los mencionados, el adulto es una figura bruta, decepcionante, obsesionada con el mundo material y sus placeres. El antagonista, Harry Powell (Robert Mitchum), es un predicador, una autoproclamada visión de un soldado divino purgando a la Tierra con sus puños tatuados con las palabras love y hate; claro, su noción de sí mismo es muy superior al estafador y asesino que es en realidad. Su misión y su inmenso atractivo son satánicos, pero su interpretación de las señales de Dios a su conveniencia es inevitablemente humana y también lo es el culto que se forma alrededor de él para adorarlo o para destruirlo.

Las demás figuras adultas en La noche del cazador son similarmente desagradables, como el padre (Peter Graves) de los pequeños protagonistas, John y Pearl (Billy Chapin y Sally Jane Bruce), un ladrón incapaz de darse cuenta de que su robo de diez mil dólares y la muerte a la que lo lleva resultan en una herencia traumática; Willa, la madre (Shelley Winter), entregada a su sexualidad, irónicamente insatisfecha por su nuevo esposo, Powell; la vieja Icey (Evelyn Varden), que, enceguecida por la fe y por la sensualidad del predicador, patrocina su matrimonio con Willa, y hasta el Tío Birdie (James Gleason), entregado a la cobardía y a la bebida, incapaz de ayudar a los niños a pesar de sus buenas intenciones. Todos existen en esferas solitarias, aislados de toda preocupación por el bienestar de John y Pearl. Los pequeños están solos aun antes de la muerte de su padre y el asesinato de su madre, degollada por “daddy” Powell; a partir de ese momento, cuando nadie los puede defender del malévolo predicador que les exige el dinero escondido, su soledad se hace palpable, sólida.

El giro extraordinario viene cuando John decide escapar con su hermana en una lancha ante los peligros de la noche y la corriente. No es imposible que un niño cargue con tanta responsabilidad, pero por su valentía John se anula como la voz de todos los niños porque el héroe fuerte y valiente es la aspiración de todos, pero no la posibilidad ni la característica de todos. La fantasía navideña de John Hughes y Chris Columbus, Home Alone (1990), se basa en esta noción del niño que enfrenta a los adultos como el inicio de la madurez y por ello su pensamiento es un deseo, un sueño. En contraste, en las grandes cintas los niños se convierten en un símbolo que da entereza a sus padres, en monstruos inconscientes de la crueldad de sus diversiones, o simplemente maduran y descubren el heroísmo joyceano, el de la grandeza de lo ordinario. En La noche del cazador los niños soportan: ni crecen –esto lo descubrimos al final, cuando el arresto de Powell le recuerda a John el de su padre; el trauma sigue tan vivo como para olvidar que es su enemigo quien está en el suelo, y no, no es una actitud de perdón– ni aprenden, pues acaban en las manos de otro adulto, Rachel, que por fortuna resulta confiable.

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La suerte, esa en la que creyeron todos los muertos y torturados, los salva. Los valores extraordinarios se imponen a la visión original de la película, que redime al adulto en la figura de la generosa Rachel Cooper. Su piedad y su sexualidad reprimida la convierten en una santa, digna rival del, insistamos, satánico y sensual Powell. Con este rescate la cinta deja de ser la lucha por la supervivencia de unos niños fuera de lo común, para enfocarse en la necesidad de reemplazar al padrastro malvado por la madrastra benigna. La lucha entre el bien y el mal abarata una historia ya diluida en el planteamiento sobresaturado de temas y en las largas escenas de persecución.

La noche del cazador se nos revela, entonces, como un melodrama que cree en la fortaleza de los niños pero no en su capacidad de aprender; escapan del cristianismo maligno de su familia y de su comunidad para caer en un cristianismo pío por pura suerte y sin chistar. Ellos no crecen, no maduran, sólo cambian de hogar para ser criados de la misma manera. Su adolescencia será tranquila, y su identidad, heredada. La cinta propone buenos hijos para los buenos, malos hijos para los malos. Qué fácil sería esa vida.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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