‘El último amor del Sr. Morgan’: Un romance en el ocaso

El retiro y la vejez son garantía para abrir la llave de la lágrima fácil en el público americano. Más redondo resulta el efecto cuando un entrañable actor que porta sus canas con orgullo se presta para protagonizar una película en la que hace frente a su situación actual: la vejez y todo lo que ello implica, como sobrellevar el hecho de que (quizá) los mejores papeles de su vida han quedado atrás. Varios actores consentidos de la taquilla americana se han prestado para dicho ejercicio. Nicholson lo hizo en Las confesiones del Sr. Schdmit (About Schmidt, 2002) y repitió la experiencia uniendo fuerzas con Morgan Freeman en Antes de partir (The Bucket List, 2007). Peter O’Toole brindó una de sus últimas grandes interpretaciones en Venus (2006) y Al Pacino dio cátedra sobre cómo bailar un buen tango en Perfume de mujer (Scent of a Woman, 1992). Esos filmes abordan la vejez desde diferentes perspectivas: la negación o aceptación del retiro y jubilación, el enfrentamiento a una enfermedad terminal y el deseo de dejar todo en orden antes de partir o incluso el redescubrimiento del romance en esa etapa de la vida.

El último amor del Sr. Morgan (Mr. Morgan’s Last Love, 2013) se sitúa en la tercera vertiente, en la que Sir Michael Caine —probablemente extrañando los protagónicos tras cobrar cheques gordos en las producciones de Christopher Nolan— se suma a la lista de intérpretes que se “jubilan” en el cine con un proyecto de esta naturaleza. Es en gran parte el carisma y el porte elegante de Caine el que consigue definir al personaje desde el principio, un deprimido viudo que se está viendo derrotado por la soledad tras la muerte de su esposa.

Aunque el enternecedor viejecillo piense que no existe razón alguna por la cual levantarse de su cama cada mañana, el destino lo sorprenderá a esas alturas de la vejez, cuando reunirá en un fortuito encuentro al señor Morgan con la joven Pauline (que podría ser su nieta mayor), interpretada por una muy atinada Clémence Poésy, a la que le va como anillo al dedo ese papel de francesa joven a la que dan ganas de pellizcarle los cachetes en cuanto la conoces.

La experiencia de Caine y la frescura de Poésy se fusionan en una encantadora química,  que consigue hacernos sonreír tontamente a la par de la peculiar pareja cuando comparten enternecedores momentos en los que nos resulta entrañable el sentido del humor de ese Cupido que supo reunir a dos almas que se necesitaban la una a la otra para llenar un vacío en sus vidas. Es por ello que la primera mitad funciona perfectamente y resulta entrañable, dado que la forma en la que se nos muestra el nacimiento de esa relación se percibe como sincero, además de abordar los complejos matices que intervienen en una relación de esta índole.

En ocasiones nos llegamos a cuestionar si el cariño que experimenta Pauiline hacia Morgan es realmente conyugal o si es más parecido al amor paternal, dado que ella se refugia en el anciano tras la falta de un padre al cual abrazar, provocando que el veterano en ocasiones  supla la falta de un progenitor. Por otra parte, el personaje de Caine parece estar proyectando rasgos de su esposa en la joven, como si quisiera sustituir esa ausencia con Pauline (que tiene algún parecido con la mujer del viudo).

Tras un par de conmovedores y logrados momentos en los que el público se sintoniza con el tono de la película, el problema empieza cuando la sincera emotividad conseguida es derrumbada para dar lugar a situaciones que, en vez de profundizar esos sentimientos, terminan por querer arrancar sí o sí las lágrimas del espectador con situaciones forzadas que provocan que la película vaya perdiendo fuelle.

Esto a partir de que entra en escena el hijo de Mr. Morgan, interpretado por un sorprendente Justin Kirk, que aboga por su personaje independientemente de que su arribo signifique un balde de agua fría para la historia, pues en parte es responsable del bajón de calidad en el que se sumerge el filme en su segunda mitad, al cambiar de rumbo la trama hacia el camino del culebrón amoroso. Esto porque el personaje, si bien al principio se muestra renuente hacia Pauline, pronto cae en sus encantos.

Quizás otro inconveniente es que en esa segunda parte se procura abordar una gran cantidad de temas tales como el abandono, la vejez, el sentido de pertenencia, el amor paternal sin desarrollar correctamente ninguno de ellos, saturando de ese modo la película de diálogos vacíos que no terminan conduciendo a nada. El filme francés Amor (Amour, 2012) centró su historia en la supervivencia del amor ante una enfermedad adversa, pero al enfocarse por completo en ese tema, se logró purgar por completo de las emociones desencadenas ante una situación de tal naturaleza.

La banda del mítico Hans Zimmer envuelve la historia con una melodía agradable (le gusta musicalizar este tipo de películas cuando no está creando partituras de películas épicas). También se pasean por ahí secundarios de la talla de Jane Alexander, agradecida como la difunta esposa cuyo personaje sale sobrando y sólo entorpece algunas secuencias. Gillian Anderson –la Dana de X Files– también se hace presente en algunas escenas. Al final de la película, los párpados del espectador se sienten tan pesados como las ojeras de Caine, a las que que ya les pesan los años. Se es consciente de que se ha visualizado un filme agradecido, entretenido por momentos, elegante, pero sin que se termine adhiriendo al público como la entrañable mirada de su actor protagonista.

Por Víctor López Velarde Santibáñez (@VictorVSant)