Desafiantes: El privilegio de jugar

En Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971) el compositor Gustav Von Aschenbach (Dirk Bogarde) siempre observa desde una distancia prudente a su preciado objeto del deseo, el joven Tadzio (Björn Andrésen). Sus ojos apenas se deslizan para mirar discretamente, sabe, intuitivamente, que el deseo vive más fuerte en la imposibilidad y en las pequeñas victorias de contacto. Más que una fuente de gozo, el verdadero deseo es una fuente de tormento. La escena en la que Von Aschenbach observa a Tadzio en traje de baño, tiene la misma cautela del personaje, pero al mismo tiempo, esa distancia permite una apreciación parcial, inasible, que en las películas de Luca Guadagnino es intercambiada por una proximidad que resulta casi hostigante. La cámara de Visconti se oculta, casi como un gesto voyerista, mientras que la de Guadagnino husmea con una desesperación que anula completamente cualquier ánimo sugestivo.

Sirva esta breve digresión para poder comprender mejor la forma en la que Desafiantes (Challengers, 2024), la más reciente película de Guadagnino, se ostenta como un trabajo sobre el deseo, anclado en su tríada protagonista, dos jóvenes tenistas en ascenso (Mike Faist y Josh O’ Connor) que conocen a una despampanante y feroz tenista (Zendaya) con la que habrán de formar un triángulo amoroso cuya la línea temporal, trazada por el guionista Justin Kuritzkes, salta del pasado al presente con la misma celeridad de una pelota de tenis en un intenso partido.

Desafiantes tiene el suficiente dinamismo para dar la apariencia de vigor y energía y, aunque la euforia no se agota en ningún momento, mantener ese ritmo a lo largo de dos horas se convierte más en una tarea narcisista que realmente placentera. Hay una escena en la que Art (Mike Faist) está en un sauna después de un arduo entrenamiento. Acto seguido entra Patrick (Josh O’Connor) y se quita la toalla, poniéndose frente a Art en un acto que, si entendimos todos bien, se trata de intimidación fálica. Por si no había quedado perfectamente claro, Art acentúa dicha intención diciéndole a Patrick si lo viene a intimidar con su “gran pene”. ¿Qué pretende mostrar esta escena? De entrada, la forma en la que Guadagnino visualiza el deseo a partir de una tensión homoerótica, la cual se estira hasta volverse tan flácida como todos los genitales masculinos que aparecen a cuadro en momentos específicos de la película.

La indiferencia del cineasta es total ante cualquier asomo de sutileza y la forma en la que ésta se usa para delinear una verdadera tensión. Tanto la película como su creador tienen prisa en llegar al punto. Casi como si quisieran replicar el ritmo de un partido de tenis sin pausas, integrado solamente por reveses y remates.

El deseo requiere de una paciencia que Guadagnino parece ya no entender o, al menos, elimina, contagiado de la prisa y urgencia que recorren los tiempos contemporáneos. Puntuado concretamente por el electrónico score de Trent Reznor y Atticus Ross, adecuado para un desenfrenado rave propio de series como Euphoria (2019-2022) o de los avernos de asepxia racial a la Élite (2018-2024), y no para un drama al que supuestamente le interesan las relaciones humanas.

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Ante la afrenta del tiempo, Guadagnino ha decidido renunciar y dejarse arrastrar por una saturación que en lugar de estimular, neutraliza la capacidad de desear a sus protagonistas. Haciéndolos, irónicamente, aún más inaccesibles porque ya no parecen humanos. Si Guadagnino cumple una fantasía de la audiencia, es solamente aquella de usar a los actores hot de moda como si fuesen muñecas para ponerse a jugar al drama pero no siguiendo una lógica lúdica, sino una que se asume psicológicamente densa, cercana a películas como Jules et Jim (François Truffaut, 1962), L‘Inoccente (Visconti, 1976), The Dreamers (Bernardo Bertolucci, 2003) o Passages (Ira Sachs, 2023), que a pesar de sus deficiencias, tienen a su favor contar con cineastas que delinean un carácter sólido para los cuerpos. En Desafiantes, esa tarea recae en la habilidad de los actores.

Tanto Mike Faist, Josh O’ Connor y Zendaya entienden mejor la dinámica entre ellos que su director –embriagado por su morbo y arrebatos de “estilo”–. Aislados, por momentos, logran romper el paso impuesto por la película antes de nuevamente reclamarlos, cual sádico entrenador, una vez más a la cancha. Un momento de acercamiento genuino se rompe con un arrebato y la tensión entre los personajes no nace porque el ritmo mismo no se los permite.

En El tenista amateur, Serge Daney escribe:

“Se dice que el tenis femenino es menos espectacular que el masculino. Tal vez, pero nadie se pregunta seriamente por qué […] Esta idea proviene del hecho de que las jugadoras están más a menudo aisladas en su juego, a solas con sus demonios, su miedo, su incertidumbre […] Se comunican entre ellas a través de cada punto del partido, pero nunca más allá de este último […] La razón de esta seriedad es a la vez simple y fundamental: los hombres no tienen demasiadas dificultades para identificarse unos con otros […] En sus encuentros, los hombres no se privan nunca de manifestarse mutuamente su presencia mediante todo un juego en el que caben el mimetismo, el infantilismo, las alianzas, la grandeza de espíritu, la mala fe, el fair play. En síntesis, payasadas. Seguir queriéndose bajo el manto de las luchas sublimadas del deporte es el viejo privilegio de los machos”.

Quien mejor que otro payaso, sin la paciencia para entender la seducción del juego, para celebrar ese privilegio.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)