Croissants desde Cannes 2024 – Parte cuatro

Contrario a lo que la mayoría esperaba del jurado presidido por la cineasta y actriz Greta Gerwig, el palmarés de la 77 edición del Festival Internacional de Cine de Cannes tuvo el afortunado tino y sensibilidad de premiar una concepción de cine antes que los mensajes, la propaganda o el sentimentalismo. La distinción hecha a The Seed of the Sacred Fig, de Mohammad Rasolouf, película que no carece de sus propios méritos cinematográficos, es importante porque permite distinguir que sus cualidades formales tienen un valor intrínseco en un festival de cine, sujeto a las cuestiones de su tiempo, sin duda, pero que esos temas no opaquen u obvien los medios propios del cine.

El premio a los cineastas Sean Baker y Miguel Gomes -a quienes pude ver en varias funciones como espectadores-, independientemente de que se guste de su trabajo o no, refuerza esa noción. Sus trabajos no tocan ningún tema de vigencia ni urgencia política o social y, sobre todo, no someten a sus personajes a ningún tipo de sufrimiento ni martirio, sino que son colocados en odiseas que rescatan tradiciones cinematográficas muy puntuales y exponen la necesidad de enriquecer la cultura cinematográfica para poder enriquecer el futuro del medio.

En la ceremonia de premiación, Baker decía que el futuro del cine está justamente donde nació: en las salas. Pero, quizá, más que en las salas, está en la idea de pensar en crear para esas salas, independientemente de que se llegue a las mismas, y eso no tiene que ver con cuestiones de tamaño o espectacularidad hueca, sino con espíritu, belleza y energía.

All We Imagine As Light
DIr. Payal Kapadia
Competencia Oficial

El cine indio ha tenido una presencia mínima en las competencias de festivales internacionales, muchos de los cuales han relegado su rica y copiosa filmografía a mero consumo local y algunos mercados de nicho alrededor del mundo, aún si éste cuenta con números de producción bastante altos y cuando llegan a esas alineaciones, usualmente se trata, como otros países considerados “subdesarrollados” de crudos dramas sociales realistas, que generalmente buscan exponer abiertamente una problemática social y, tal vez por eso, una película como All we imagine as light, de la cineasta Payal Kapadia, es un evento aún más insólito.

Después del buen recibimiento que tuvo con A Night Of Knowing Nothing (2021), un híbrido de documental y ficción que se mueve en un registro diferente al de All We Imagine As Light, Kapadia desarrolla su nuevo proyecto en Mumbai, donde un trío de mujeres de diferentes generaciones se enfrentan a distintas problemáticas, cada una de ellas de índole personal y afectiva. Las cuales en la segunda parte de la película convergen en un pequeño pueblo playero en India, donde sus historias encuentran una catarsis que es tan gentil como ellas mismas.

Si en otras películas estrenadas en Cannes este año se ha explorado el deseo desde una perspectiva feral y arrebatada, la película de Kapadia, con un acercamiento similar a Misericordia, de Alain Guiraudie, con un deseo que se mueve de manera mucho más sigilosa y dulce, cuyo ritmo es marcado por un terso leitmotif en piano y un trabajo con el color que nunca es demasiado llamativo, pero lo suficiente vivaz para hacerse destacar, creando una atmósfera idílica pero firmemente anclada en la realidad que es reminiscente de los mundos creados por la cineasta italiana Alice Rohrwacher.

En All We Imagine As Light, Mumbai no es una vertiginosa y ruidosa urbe, sino que es un paraje que permite a sus tres protagonistas la búsqueda de lugares para poder amar. Esta idea queda mejor representada con el personaje de Anu (Divya Prabha), una joven enfermera quien busca a lo largo de la ciudad un espacio para poder tener intimidad con su pareja. Su hermana mayor, Prabha (Kani Kusruti), es también una enfermera, mucho más experimentada cuyo esposo se ha ido desde hace varios años a Alemania. Un día, Prabha recibe una arrocera eléctrica enviada de forma anónima desde Europa, incierta si aquel regalo viene de parte del marido que no la ha contactado en más de un año.

Las dinámicas de cuidado que se ponen en práctica en la clínicas donde trabajan ambas hermanas y es aplicada con igual diligencia por la cineasta misma, quien tomando inspiración de realizadores como Yasujiro Ozu o Hirokazu Kore-eda convierte la ciudad en un espacio de inesperada calidez y dulzura, sin abrumar mediante el sentimentalismo. En una escena en el hospital donde trabaja, Prabha usa un estetoscopio para escuchar el latido de objetos aparentemente inertes en su consultorio. Kapadia se embarca en un ejercicio similar, encontrando resonantes latidos en lo que no debería ser más que una simple película. La labor del cineasta, a ojos de Kapadia, es encontrar la vida donde no hay más que imágenes.

The Seed Of The Sacred Fig
Dir. Mohammad Rasuolof
Competencia Oficial

La cinematografía iraní ha mostrado desde finales de los años 50 una riqueza única caracterizada por su rigor narrativo, un agudo sentido de composición y un sentido lírico que se impregna en las situaciones más cotidianas. Si bien no todas estas cualidades se encuentran en The Seed of the Sacred Fig, existe en ella un mérito notable y escaso en el cine contemporáneo: su urgencia social es empujada desde la película y no al revés. No se trata de un trabajo arribista, en el sentido de que únicamente existe para ilustrar un problema social -la represión contra mujeres bajo el régimen del fundamentalismo en Irán-, sino que elabora una narrativa que mantiene, durante gran parte de su duración, finamente manejando la tensión nacida de su conflicto central hasta que, hacia el acto final, se desborda completamente y merma sus bien logrados méritos.

La trama se desarrolla en el seno de una familia iraní contemporánea, en la que el padre (Missag Zareh) es un juez en los tribunales de Teherán que tiene la encomienda de condenar a pena de muerte a todos los declarados enemigos del regimen, por lo que es conocido como “El ejecutor”. Ante una creciente paranoia, el juez pide una pistola para protegerse sin que su familia lo sepa, hasta que un día el arma desaparece sin explicación alguna, por lo que ahora el juez, en peligro de perder su reputación y posición, debe encontrar el arma presionando a su sumisa y fiel esposa (Soheila Golestani) y a sus dos hijas (Mahsa Rostami y Setareh Maleki), quienes simpatizan con ideas mucho más liberales que crean constantes conflictos con sus padres.

Trayendo a la memoria la destreza narrativa de las películas de Asgar Farhadi o la construcción de tensión en las de Michael Haneke, Rasuolof muestra una notable capacidad para mostrar el desmoronamiento del tejido familiar a manos del fundamentalismo político y, aún más importante, del miedo generado por los mismos. La película evade un sentido de crueldad deliberada porque, en principio, es evidente que el juez no desea someter a su familia de la misma manera que el sistema lo obliga a someterse, pero el temor de desafiar la tradición es tan abrumador que compromete cualquier tipo de vínculo.

Soheila Golestani, quien interpreta a la madre de la familia, comparte esa contradicción interna que es representativa de un amplio sector de la población en el Irán actual, confundida ante el respeto debido a lo sagrado y el llamado urgente a la flexibilidad y apertura de tiempos contemporáneos. El departamento de la familia se convierte en una meticulosa miniatura de la sociedad que está, no solamente fuera de casa, sino también fuera de la película hasta cierto punto. Rasuolof respeta la integridad del relato hasta que cede a la frenética paranoia de su protagonista y lleva a la familia a un pueblo lejos de Teherán, donde el conflicto finalmente se resuelve de una forma que es, por lo menos, bastante risible y que contrasta con las ejemplares secuencias hogareñas.

Así como pasaba en El infiltrado del clan (BlacKkKlansman, Spike Lee, 2018), The Seed of the Sacred Fig agrega un epílogo a su relato usando material filmado con celulares de las protestas en Irán, tratando de agregar una urgencia que ya existente a cuadro y que quizá no era estrictamente necesaria, pero tiene una intención política antes que cinematográfica. Ese gesto no es menor, considerando que el cineasta apenas logró escapar de una condena de 8 años de cárcel en su país natal con una película que en sus mejores momentos tiene tanto valor como documento que como obra artística.

Bird
Dir. Andrea Arnold
Competencia Oficial

Desde American Honey (2016), la cineasta británica Andrea Arnold solamente había realizado el documental Cow (2021), en el que se alejó de sus entornos habituales (juventudes y entornos socialmente marginados) para adentrarse a crear una suerte de fábula animalista usando la perspectiva de una vaca, que sigue el ejemplo de la dura Le sang du betes (Franju, 1949) hasta su cruento final. Arnold parecía seguir viendo el mundo bajo un prisma de inevitable crueldad y dureza pero en Bird, esa perspectiva da un viraje violento hacia el otro lado, hacia una esperanza y optimismo que para poder existir deben recurrir a la convicción de que la magia es tan real como la pobreza.

En Bird, la joven Bayley (Nykyla Adams) vive en un entorno socialmente decadente con su joven padre (Barry Keoghan), quien ha decidido casarse nuevamente, situación que enoja a la joven que también atraviesa una crisis de identidad de género. Es en ese contexto en el que un día, después de huir de casa por una pelea, se encuentra a un extraño hombre llamado “Bird” (un híper versátil y camaleónico Franz Rogowski) que actúa como un niño y está tratando de encontrar a su familia.

A diferencia de sus otras películas, la estridencia visual y narrativa que usualmente se ve en las películas de Arnold es intercambiada por una positividad que a veces parece ciega, pero que pone a la película en una línea más cercana a la fábula por el uso de elementos de realismo mágico y una permanente atmósfera de vulgaridad lírica. Aquí no se sufre tanto por la dureza de las condiciones de vida, sino por no encontrar el afecto ajeno.

En ese sentido, todos los personajes de Bird buscan comprensión y gentileza que el mundo parece negarles. Hay una nobleza en el núcleo de Bird que genera una disonancia importante con las decisiones formales de Arnold, particularmente cuando el elemento fantástico de la historia entra de lleno, haciendo que la película sea más sentimentalista que genuinamente emocionante. Es casi como si la cineasta británica fuese completamente ajena a la vergüenza, idea que queda condensada en una sola secuencia de la película: aquella en la que un grupo de hombres, encabezado por un rudo Barry Keoghan, entonan con ímpetu Yellow, de Coldplay. Si no hay vergüenza, tampoco hay límites, para bien y para mal, haciendo que este pájaro vuele alto antes de estrellarse en el piso.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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