La dulce inocencia de ‘A Boy Called Sailboat’

Un extenso paisaje desértico es interrumpido por una construcción que parece sacada de un viejo dibujo animado. Chueca y a punto del colapso, detenida sólo por un palo, es el hogar de una familia latina, en especial, del pequeño Sailboat (Julian Atocani Sanchez). El niño vive junto con sus padres, quienes existen por separado del resto del pueblo y pasan los días preocupados por la salud de la abuela, que se encuentra convaleciente en el hospital.

Ese pequeño retrato desértico familiar es el punto de partida para las acciones narradas en A Boy Called Sailboat (2018), la ópera prima del actor y productor Cameron Nugent. La película es una comedia llena de un humor agridulce que nunca pierde el punto de vista de su protagonista, su mirada filtra lo que sucede con las exageraciones propias de la edad.

La intención de Nugent es crear un pequeño cuento de hadas, con algunos toques de realismo mágico, sencillo en sus objetivos como sencillo es su personaje principal. Esto hace de la cinta una cruza entre los estilos de Wes Anderson y Jean-Pierre Jeunet, comedias como Napoleon Dynamite (2004) y visiones sobre la infancia a la The Florida Project (2017) o Beast of the Southern Wild (2012), aunque sin escabrosos escenarios de estas últimas.

Por eso el personaje principal es un dechado de bondad y buenas intenciones, el mundo a su alrededor podrá ser un lugar complicado para vivir (gracias a sus dinámicas racistas y sociales) pero él no pierde esa alegría de vivir o la inocencia con la que enfrenta sus problemas. El resto de los pobladores podrá haber segregado a sus padres (con intención o no), sin embargo esto no cambia las cosas para Sailboat.

De ahí que el pequeño se convierta en un vehículo para la reconciliación de aquellos a su alrededor. Sailboat aprende a tocar la guitarra por casualidad y gracias a un cassette compone una canción que mueve a todos hasta las lágrimas. En una de sus decisiones más atrevidas, formalmente, Nugent decide prohibirnos escuchar tan fantástica melodía. Sólo vemos cómo los rostros se transforman, como alguna vez lo hizo Abbas Kiarostami con Shirin (2008), donde éramos testigos de las reacciones de un grupo de actrices a una película imaginaria.  

A Boy Called Sailboat es un recuerdo de que un momento de inocencia pura puede darnos la oportunidad de reconciliarnos con nosotros mismos y con los otros. De aceptar la vida como llegue, porque todo va a estar bien.

Por Rafael Paz (@pazespa)