‘Playtime’: Un remedio para la nostalgia

Con agradecimiento a Rafa Paz.

Playtime (1967) se puede definir como un ejercicio de nostalgia revirada; un pleito con el presente que una mirada festiva termina reconciliando de manera enternecedora y optimista, aunque no precisamente satisfactoria.

Desde que inicia la cinta, su director, coescritor y estrella, Jacques Tati, nos presenta una metáfora inquietante: un apacible cielo azul de repente se ve interrumpido por un moderno edificio, cuyo interior y arquitectura nos presentan los temores a la burocratización y a una cierta automatización, típicos de la era A Go-Go que nos trajo a Los Supersónicos.

El andar de los muchos personajes se asemeja más al de un robot, y en este edificio, que resulta ser un aeropuerto, notamos los rastros de lo que bien puede ser la permanencia de la liberación estadunidense de Francia o la llegada de una nueva fuerza invasora: la globalización. Las voces en inglés mal pronunciado, o en otras ocasiones con un acento más estadunidense, abundan en este París consumido por los letreros en inglés, el jazz y los extranjeros.

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Los colores apagados y el bullicio multicultural son tomados por el asalto del querido personaje de Tati, Monsieur Hulot, quien con su andar torpe y su personalidad chabacana acentúa la visión romántica del director, ávido del París anterior a la guerra. Su torpeza y sus constantes pleitos con la miríada de artefactos más útiles para el consumo que para el uso diario nos guían o, más bien, nos pierden, en este ordenado mundo donde el forastero Hulot simplemente no se halla.

Las esperas, los largos corredores, las máquinas, torturan a Hulot, de forma que la audiencia se pone de su lado, frustrada pero divertida por los continuos gags que reflejan un mundo tan gris como sus paredes. Esta visión crítica, heredera de Modern Times (1936), de Charles Chaplin, se mantiene como la idea principal hasta que llega la noche.

En la segunda mitad de la cinta, Tati nos introduce a un restaurante novedoso, tanto, que los ajustes finales terminan creando un desastre del que un animoso estadunidense se convierte en maestro de ceremonias. Después de la fiesta un tanto decadente, aunque vista con buenos ojos por Tati – hasta el despistado Monsieur Hulot sale con una cita–, los comensales del derruido restaurante concluyen su noche en una droguería y salen para descubrir en la calle un mundo colorido y lleno de esperanza.

Desafortunadamente, las largas ausencias de Monsieur Hulot dejan a la audiencia confundida y en busca de un punto de identificación pero realmente no lo hay, pues Tati sigue a demasiados personajes sin dejar claras sus opiniones al respecto de este mundo que la mayoría parece disfrutar. De hecho la secuencia del restaurante presenta una fuerte contradicción con el inicio, pues ya no vemos ese desapego por el futurismo de la primera mitad de la cinta, sino una inocente bacanal que termina con alegres resultados.

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Este giro en el tono parece más un cambio de opinión de Tati a la mitad del guión, que una revelación planeada para dejar atrás el temor al futuro. Sin embargo, el optimismo del final es contagioso y, a final de cuentas, necesario, pues Tati sabe que los cambios son inevitables y más vale aprovecharlos que renegar de ellos.

Aunque el exceso de ambición lastima bastante a la cinta, pues la narración resulta tediosa, es muy admirable la construcción de sets y la fotografía con que Tati los presume, así como el sonido expresionista, que irónicamente acentúa la naturaleza muda de la película.

A pesar de sus muchas fallas como historia, Playtime es una experiencia netamente visual y, por tanto, cinematográfica, cuyos temas se hacen universales ante un mundo en constante cambio, en el cual, como Monsieur Hulot, mucha gente se siente vencida por el tiempo pero siempre puede sumarse a la celebración.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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