Tres retratos tóxicos en el 8º Los Cabos

La segunda jornada de la octava edición de Los Cabos International Film Festival estuvo marcada por varias relaciones tóxicas, algunas suscitadas por la naturaleza humana, otras con el voraz capitalismo que vivimos y, por último, al interior de un matrimonio deseoso de acabar con el amor que alguna vez existió. 

En Waves (2019), el trabajo más reciente de Trey Edward Shults (It Comes At Night, Krishna), se construye un díptico enfocado en una familia afroamericana de clase media en Estados Unidos. El hijo mayor del matrimonio conformado por Catharine (Renée Elise Goldsberry) y Ronald (Sterling K. Brown), Tyler (Kelvin Harrison Jr.), es una joven estrella de la lucha grecorromana colegial con un futuro brillante como deportista y estudiante, el chico mantiene una fraternal lucha con su padre, quien vio truncada su carrera deportiva debido a una lesión en la rodilla, deseoso no sólo de mantener el legado familiar sino de superarlo. Sin embargo, una magulladura en el hombro provocará que la tóxica masculinidad con la que fue educado Tyler brote y transforme su vida –y la de la familia– de manera permanente. 

Las acciones del protagonista de la película son filtradas por una cámara hiperquinética –que se apoya en el excelente trabajo musical de Trent Reznor y Atticus Ross– que captura fragmentos de la vida y sentimientos de Tyler, un adolescente incapaz de lidiar con las emociones de su cotidiano porque ha sido educado por la dura mano de su padre, un hombre que flaquea es, para él, un hombre que falla. La masculinidad es, entonces, vista como una prisión donde no hay salida, ésta existe pero tomarla significa fracasar, el mundo de Tyler es uno donde los problemas se resuelven con despliegues físicos, con músculos y no con la palabra o la razón. Tyler es un impulso condenado a extinguirse en las brasas de su propio combustible 

Si Waves terminara con la historia de Tyler, sería como cualquier otra tragedia dedicada a observar la masculinidad tóxica y sus consecuencias, en el marco de un relato de redención deportivo. No obstante, la segunda parte del largometraje da un giro de 180º y cambia su perspectiva a la hija menor de la familia, Emily (Taylor Russell), quien debe enfrentar las consecuencias de un ignominioso acto del que ella no tuvo control. 

Esta segunda parte se olvida de la cámara anabólica del primer segmento y opta por tomas amplias, donde se aprecia el aislamiento de Emily en su totalidad, además de envolverla en colores suaves, azules melancólicos lejanos de la saturación que rodeaba a su hermano. Shults se apoya en ese viejo cliché que reza compromete a cada acción a una reacción, su reflexión supera el lugar común gracias a la bella metáfora que da título a la película. Cada acto humano es como una piedra que rompe el agua al ser lanzada y genera olas de diferentes tamaños, que crecen y se disipan cambiando el líquido que les permite existir. La vida fluye de manera muy similar, nuestras acciones no son sino ondas destinadas a alterar todo aquello que tocan, un flujo que somos incapaces de dominar debido a nuestra frágil naturaleza como humanos, que reverberará sin control hasta el final de nuestros días. 

Por su parte, Atlantique (2019), el nuevo proyecto de Mati Diop, propone una revisión (y liberación) de un grupo de albañiles senegaleses condenados a perecer anónimamente gracias al capitalismo más salvaje. La venganza de los desposeídos destinados a edificar la aparente modernidad. Al comprobar que su patrón se niega a pagar lo acordado por su trabajo, el grupo decide emprender el peligroso viaje que los llevará al otro lado del Mediterráneo donde existe la esperanza de encontrar la manera de subsistir de manera más digna. La travesía se trunca y, entonces, el largometraje toma el punto de vista de la enamorada del líder Souleiman (Traore), la joven Ada (Mame Bineta Sane), quien está a unos días de contraer matrimonio con un adinerado hombre de negocios de la región. Una relación por conveniencia que garantiza el porvenir, sin la chispa del genuino amor que existe entre Ada y Souleiman. 

La película se transforma, a partir de ese punto, en una historia de fantasmas, de almas en pena buscando venganza por las injusticias cometidas. En esencia, el relato de Diop, en su plano más básico, se conecta con filmes como Ghost, la sombra del amor (1990) o White Zombie (1932), aunque la segura mano de la cineasta y su deseo de hacer un comentario sobre cómo el mundo consume parece condenar a los estratos más bajos de la sociedad, hace complicada la categorización del proyecto, como sucede en otra película sobre las injusticias laborales que se presenta en Los Cabos, Mano de obra (2019), aunque Diop se da tiempo de introducir un rayo de esperanza, a diferencia de David Zonana, quien retrata la humanidad como una especie en perpetuo conflicto y de ambivalente naturaleza.

La pérdida de Ada se significa porque le permite tomar conciencia de sí misma y escapar del marchito destino al que parecía condenada. Si los espejos de Atlantique revelan la verdad sobre quién controla los cuerpos, Ada decide romper con su reflejo y hacer de éste su realidad, mientras la venganza de Souleiman y sus compañeros hace justicia, al menos por una vez, de los muchos crímenes cometidos por el salvaje capitalismo, enfocado no en el bienestar humano (y del planeta) sino en perpetuar el enriquecimiento de unos cuantos. 

El final de esta odisea tóxica nos transporta al corazón de una relación en franca destrucción. Historia de un matrimonio (Marriage Story, 2019) abre con una lista de las situaciones y comportamientos que la pareja protagonista, Nicole (Scarlett Johansson) y Charlie (Adam Driver), ama el uno del otro, una nota de optimismo que contrasta con el agridulce relato que se desarrollará a continuación. El listado no sólo funciona como recordatorio para los personajes de lo que alguna vez existió entre ellos, sino como muestra para los espectadores de la felicidad que existió y los momentos que, a pesar de las tóxicas dinámica de pareja, perdurarán en la memoria de los involucrados. Como bien dice el veterano abogado familiar interpretado por Alan Alda, todo pleito termina eventualmente. 

Noah Baumbach (Frances Ha, Historias de familia) teje una tragedia llena de apuntes cómicos, estos evitan que la película se convierta en un remake de Kramer vs Kramer (1979) y que la historia no se convierta en un desfile del azote emocional, como hace el inolvidable Paco del Toro en la cristianamente cruenta Cicatrices (2005). Es patente en cada cuadro que la animadversión entre Charlie y Nicole se debe a la incompatibilidad de sus deseos a futuro (ella quiere hacer televisión en Los Ángeles, él quiere seguir con su carrera como director vanguardista en Nueva York), no tanto de la imperfecta convivencia de su matrimonio y la amorosa familia que ha emanado de éste.

Baumbach se toma el tiempo de mostrar que el pleito entre ambos está alimentado por la contenciosa realidad de los procesos legales, donde la verdad es relativa para los argumentos legales, prima la construcción de un discurso que permita obtener una victoria sobre los contrincantes. La ley, en este caso, es maleable, de igual o mayor manera que el punto de vista de cada uno de los involucrados. Para Nicole parece injusto que Charlie no desee pasar más tiempo en la espaciosa ciudad angelina, como para Charlie luce irrazonable abandonar la compañía teatral que ha peleado por sobrevivir durante 10 años justo cuando comienza a ser reconocida. Es un comportamiento que se extiende a los abogados de la pareja –interpretados por Laura Dern y Ray Liotta–, capaces de sonreír, convivir, malear la verdad y acuchillar al contrincante sin inmutarse ni un momento.

Historia de un matrimonio –título que hace referencia al clásico de Ingmar Bergman, Secretos de un matrimonio– encuentra sus mejores momentos cuando Johansson y Driver contienen sus emociones, como si fuera una olla de presión, sólo para dejarlas explotar con la fuerza de un huracán. Años de resentimiento no provocan sino heridas que, eventualmente, se transformarán en cicatrices para recordarnos aquello que fuimos. Hasta el ambiente más tóxico termina por despejarse con el tiempo, dando una nueva perspectiva al paisaje. 

Por Rafael Paz (@pazespa)