¡¡Viva México, cabrones!! Una antología para ver después de El Grito

Actualmente predominan en México dos tipos de cinéfilos: por un lado el hormonalmente fresa, aquél que ni jalándolo de los huevos deja de asistir exclusivamente a complejos como Cinépolis, Cinemex y anexas. Se distingue por sus gustos, los cuales no van más allá de consumir vorazmente todo producto hollywoodense pleno de hartas balaceras, explosiones, chinguero de efectos especiales o vampiritos metrosexuales, y que, por ende, considera cosa de nacos tomarse la molestia de ver una cinta que no sea Batman, Los Vengadores o cualquier otra chingadera hablada en un idioma distinto al inglés.

Por el otro lado tenemos a sus majestades los conocedores, aquella fauna de espectadores nacionales “cultos” y “exigentes”–ya saben, los típicos mamilas que a la hora de hablar de una película, se la quieren sacar repitiendo lo que leyeron en alguna otra crítica pero echándole el más solemnote léxico que su pinche cerebro es capaz de procesar al momento–, quienes juran no pisar otros recintos que no sean la Cineteca Nacional y demás salas de arte, se declaran sin chistar fans devotos de la selecta obra de renombrados directores, suelen llenarse el hocico presumiendo de soplarse eventos como la Muestra Internacional de Cine, cantidades de retrospectivas o de mamarse ciclos enteros de documentales de resistencia en el auditorio Ernesto Che Guevara de Ciudad Universitaria. No obstante, un rasgo que tienen en común estas dos especies es percibir como una mentada de madre la sola posibilidad de exponer sus refinadas neuronas a la proyección de una película producida en su propio país.

Hoy como ayer, el principal dolor de huevos con el que carga el cine mexicano es el poco aprecio del que goza por culpa no sólo de la iniciativa privada y el apoyo a cuentagotas de los gobiernos en turno, sino principalmente de las audiencias.

Esto se debe a la tradicionalmente pendeja noción aquella de que lo hecho en México, está mal hecho, la cual trae aparejado el desconocimiento de su historia, de sus propuestas, la nula apreciación o franco desinterés respecto a una cinematografía como la nuestra que, a pesar del probado talento de sus creadores y técnicos, desde toda la pinche vida no le ha quedado otra más que luchar a contracorriente en un ambiente dominado por la paulatina absorción de modas provenientes del extranjero, las cuales a pesar del entusiasmo con que son echados a andar, la mayoría de las veces hacen naufragar infinidad de proyectos.

Pero como no es nuestra pinche intención (por el momento) ahondar demasiado en estas ondas, mejor pasemos a lo que nos truje. El motivo del presente artículo, en este año de listas, top tens, y tomando como pretexto las fiestas patrias, es el de llevar a cabo una somera revisión en un orden más o menos cronológico, de aquellas películas nacionales que consideramos representativas de la época en que se hicieron, y que pensamos bien valen la pena conocer y apreciar.

Por aquello del dolor de nalgas y no agotar las retinas del lector hemos dividido este artículo en varias partes. En esta primera entrega abordaremos el periodo que va de los inicios del cine mexicano y su establecimiento como industria. Posteriormente tocaremos el (para muchos controvertido) periodo de la llamada época de oro del cine mexicano, finalizando con las cintas filmadas durante éste y la problemática de la industria del cine nacional desde los años sesenta hasta la actualidad.

Como siempre, aquí la que manda es la subjetividad y aquello de que ni son todas las que están, ni están todas las que son.

Un poco de historia : los inicios y la consolidación como industria del cine mexicano

En el caso de México, las aventuras y desventuras del cinematógrafo dieron inicio a finales del siglo XIX, casi a la par de la que es considerada la fecha del nacimiento del cine (28 de diciembre de 1895). Sólo siete meses después de su presentación en Francia el aparato fue introducido en México de la mano de dos de los empleados de los Lumiere, los señores Claude Berdinand Bon Bernard y Gabriel Veyre (este último de un aspecto cagadísimo), quienes fueron recibidos por el entonces presidente/dictador Porfirio Díaz, su prole y su corte de lamehuevos (o gabinete presidencial, como hoy se les conoce a todos estos hijos de la chingada) en el Castillo de Chapultepec el 6 de agosto de 1896.

Por supuesto, a todos los presentes en aquella histórica función se les subieron los huevos a la garganta, impresionados por el espectáculo de las vistas filmadas en Francia, país por el cual el anciano mandatario nunca dejó de sentir cómo sus nalgas se ponían a aplaudir ante su sola alusión, entusiasmo que motivó a los enviados de los Lumiere a tomar las primeras vistas en nuestro país, la mayoría de las cuales, obvio, tenían como intérprete principal al cabroncito éste, por lo cual puede considerarse a Díaz como la primera estrella del cine mexicano.

Así las cosas, la primera exhibición publica se llevó a cabo el 14 de agosto de 1896 en la droguería Plateros, ubicada en el número 9 de la calle del mismo nombre (hoy avenida Madero) en el Centro Histórico de la Ciudad de México, y así como Díaz, el publico quedó apendejado y complacido ante el registro hecho por el singular aparatejo de los aspectos de la vida familiar y política del presidente, así como de diversos tópicos de la vida nacional, los cuales se alternaban con los filmes captados por los empleados de los Lumiere alrededor del orbe.

El cine, así como el descontento social, no tardaron en propagarse tan rápido cual pedo a lo largo y ancho del país, siendo México el semillero de toda una primera generación de documentalistas avocados a captar el clima de descontento social, desmadres y violencia de la rebelión de 1910, cuando Madero, Zapata, Villa y demás caudillos eran la nota del momento y se conviertieron en el centro de atracción del incipiente cine mudo mexicano.

Durante esta etapa, estos pioneros se transforman también en empresarios. Surgen nombres como los de Salvador Toscano, Jorge Stahl, Enrique Rosas y Jesus H. Abitia, entre otros, cuyos esfuerzos acabaron casi por irse directito al carajo vistos a 100 años de distancia debido a que, gracias al descuido y a la irresponsabilidad de personas e instituciones que en su pinche vida supieron valorar el potencial histórico que dichos materiales encerraban, la gran mayoría de éstos ha desaparecido irremediablemente, y hoy los títulos los existentes se reducen a sólo un puñado.

La década de los veinte trajo consigo importantes cambios, al volverse evidente el hastío del publico hacia los programas compuestos por vistas, factor que determinó el que el teatro se convirtiese la principal fuente e inspiración para las películas con argumento producidas en México. Estos cambios se harían patentes durante la década siguiente. El cine nacional no solamente comenzó a nutrirse (y a demandar más y más) de los materiales escritos originalmente para los escenarios teatrales, sino que evidenció una paulatina absorción de las modas y clichés impuestos por las luminarias (especialmente las divas) del cine extranjero, concretamente y pa’ no pinche variar, de la cinematografía italiana y norteamericana.

Los años treinta resultan claves para el cine nacional, ya que su imagen resulta ser todo un atractivo que termina por conquistar a aquellos públicos de habla hispana, quienes renegaban del llamado cine hispano producido en Estados Unidos. Tras el éxito contundente de cintas como Madre Querida de Juan Orol y Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes, la industria cinematográfica mexicana queda así formalmente establecida. Surgen y se consolidan nombres como el del ya mencionado de Fuentes, Juan Bustillo Oro, Julio Bracho… asimismo, los logros fotográficos resultan un parteaguas, gracias a la breve estadía de Sergei M. Einsenstein, entre otras grandes personalidades cuyo trabajo se convertirá a la larga en gran influencia en la obra de cineastas como Emilio Gómez Muriel y Emilio “el indio” Fernández.

1. El presidente de la república paseando a caballo en el bosque de Chapultepec | Gabriel Veyre | 1896

El generalazo Díaz en acción. Históricamente considerada la primera cinta rodada en tierras aztecas. Según afirman las crónicas, ésta cortísima vista arrancaba alaridos y aplausos entre aquellos primigenios espectadores capitalinos de inicios del siglo pasado. No es nada difícil imaginarse las reacciones que causaría hoy el ver en una sala de cine antes del inicio de la presentación estelar, una toma del próximo presidente Enrique Peña Nieto, vestido de pants y calzando sus tenis, echándose unas carreritas por la mañana entre los jardines de Los Pinos.

2. Un duelo a pistola en el bosque de Chapultepec | Gabriel Veyre | 1896

Es considerada la primera película de ficción o con argumento de la historia del cine mexicano. No deja de ser cagado enterarse de que abundan por montones los incautos que se van con la finta, después de ver esta cosa, de haber acabado de presenciar el registro verídico de un caballeroso duelo a balazos.

3. Carga de rurales en la Villa de Guadalupe | Gabriel Veyre | 1896

Durante un minuto se aprecia a un contingente de rurales (el cuerpo de elite del ejército porfiriano) cabalgando con la dignidad propia de sus uniformes y actitudes militares frente a los inmensos arcos de un acueducto como telón de fondo. Rodada en las inmediaciones de la Villa de Guadalupe, esta famosa vista (bastante lograda en el aspecto técnico por su buen uso de la profundidad del campo visual) fue concebida primordialmente para refrendar el músculo del porfiriato a los ojos del espectador.

4. El aniversario de la muerte de la suegra de Enhart | Hermanos Alva | 1912

Las simpáticas peripecias de dos cómicos, Enhart y Alegría, el día que deciden visitar, previo al inicio de una función que deben ofrecer y con el tiempo encima, la tumba de la suegra del primero. En realidad esta pareja de comediantes tenía la misma gracia de un tamal, no obstante, la importancia de este corto se debe a ser un testimonio de primera mano sobre la vida cotidiana del México de inicios del siglo (las escenas filmadas en exteriores son una verdadera delicia) y claro, por su valor histórico al ser uno de los pocos films de ficción de aquellos años en perdurar hasta nuestros días.

5. Tepeyac | Carlos E. Gonzáles, José Manuel Ramos y Fernando Sáyago | 1917

Temerosa ante la partida de su esposo en un viaje de negocios a Europa, una mujer se dedica fervorosamente a leer acerca del mito de las apariciones en el cerro del Tepeyac y rezarle a la Virgen de Guadalupe, la cual intercede y salva al hombre del ataque de un torpedero alemán. Tras el regreso del marido, la feliz pareja se reúne y acude a la Basílica a dar las gracias. Ingenua y persignada hasta la madre (la pura secuencia de la presentación del reparto lo dice todo), ésta afortunada cinta marcó el debut cinematográfico de la morenaza del Tepeyac. Curiosamente, es quizá la única película del periodo en haber sobrevivido en su versión íntegra.

6. El automóvil gris | Enrique Rosas, Joaquín Coss, Juan Canal de Homs | 1919

Este famoso film narra algunas de las fechorías cometidas por la famosa banda del título, la cual tuvo en jaque a la sociedad y a la policía de la Ciudad de México de inicios del siglo XX. Para un mayor realismo, el director Enrique Rosas decidió rodar algunas de las escenas clave en los lugares mismos donde ocurrieron los sucesos (de hecho, al final, se muestra el fusilamiento verídico de los criminales). Originalmente concebido como un serial, el film sufrió severas mutilaciones por parte de la censura, siendo reducido y reeditado en diversas ocasiones. A principios de los años treinta fue reestrenado en una versión sonorizada, con divertidísimos resultados.

7. El puño de hierro | Gabriel García Moreno | 1927

Producida por el Centro Cultural Cinematográfico de Orizaba, esta divertida realización de García Moreno (su último largometraje llevado a cabo en Veracruz), además de hacer patente su correcta asimilación de las técnicas del cine norteamericano (las reminiscencias más obvias son las de las películas de Edwin S. Porter) nos muestra el pleno dominio del lenguaje cinematográfico por parte del joven (nació en 1897) y talentoso director. En esta cinta Moreno es el primero en abordar de una manera por demás desenfadada y muy disfrutable una temática tan delicada (y es en esto precisamente donde residen sus logros y su importancia) como lo es la de la drogadicción y la lucha contra el crimen organizado (representado por unos delirantes bandidos encapuchados y una horda de depravados toxicómanos).

8. Drácula | George Melford, Enrique Tovar Ávalos | 1931

Esta cinta de George Melford (salvo haber rodado algún par de escenas, la labor del supuesto co-director Enrique Tovar Ávalos fue únicamente la de fungir como traductor entre Melford y parte del elenco latino) no es una película mexicana estrictamente hablando, pero es posiblemente el titulo más celebre del llamado cine hispano filmado en Hollywood durante la década de los treinta. (Una no muy afortunada iniciativa por parte de los estudios, pensada con el fin de cubrir la creciente demanda por parte del mercado hispanoparlante de aquél entonces, que consistía en filmar dos versiones simultáneas de la misma película en el mismo set: la oficial en inglés, rodada durante el día, y la otra en español, filmada durante la noche.) El film se creyó perdido por decenas de años debido a la destrucción del negativo original, sin embargo, a mediados de los años noventa, una copia en nitrato de celulosa en buenas condiciones fue hallada en Cuba y posteriormente restaurada por los Universal Studios con el apoyo de la Filmoteca de la UNAM. Si bien la versión de Tod Browning con Bela Lugosi es considerada por muchos puristas la mera chipotles (no se le puede negar la importancia que tiene por haber consolidado definitivamente la imagen cinematográfica del famoso vampiro rumano), dejando de lado chovinismos que ni al pinche caso, la superioridad de esta versión en español resulta evidente; algunas de las secuencias están mucho más logradas y elaboradas que las de la versión de Browning (vamos, que se nota que Melford tenía un mejor ojo para los encuadres), pero sobre todo, al contrario de la rigidez galopante del film original, esta versión hispana resulta mucho más disfrutable que aquella debido a sus dosis masivas de humor involuntario: además de ser cagadísimo escuchar hablar a todo mundo en una babilónica combinación de acentos españoles, argentinos, cubanos y mexicanos, se puede apreciar que no hubo uno solo entre todos los miembros del elenco quen no se tomara más a chunga y a desmadre el asunto (de antología las gesticulaciones de Carlos Villarías y Eduardo Arozamena), sin dejar de destacar, por supuesto, la presencia de una Lupita Tovar, mucho más sexy y divertida que la cara de palo de Helen Chandler.

9. Santa | Antonio Moreno | 1931

Este recuento de las trágicas vivencias de Santa, la joven prostituta de Chimalistac, ha sido una de las historias más retomadas por parte del cine nacional con 5 versiones hasta el momento: la película muda de 1918, la versión de Norman Foster protagonizada por Esther Fernández de 1942 (sin duda, la más lograda), otra protagonizada por Julissa en 1969, y la mas reciente, Latino bar de 1991 (la cual, por cierto, resultó un severo fracaso tanto por parte de la crítica como en la taquilla, lo que marcó el retiro por más de una década del director Paul Leduc). Si bien es cierto que con anterioridad se habían llevado a cabo en nuestro país logrados experimentos sonoros (como la reproducción simultánea de discos conteniendo la banda sonora y algunos parlamentos durante la proyección del film), entre sus otras virtudes (pocas, pero las tiene), el principal interés de la cinta de Antonio Moreno radica en que esta segunda adaptación de la poéticamente tremendista (y misógina) novela de Federico Gamboa es considerada la primer película totalmente sonorizada del cine mexicano (mediante la grabación directa de música, ruidos ambientales y diálogos sobre la cinta). Estrictamente hablando no se trata de ninguna gran película, cualquier espectador puede notar a leguas la poca pericia de Moreno en la dirección de actores (en lugar de conmover, Carlos Orellana hace que uno se cague de risa con su interpretación del ciego Hipólito), y aunque la concepción misma de Santa fue la de servir como una respuesta al nefasto cine hispanoparlante hollywoodense, la gran paradoja es que se ve aquejada por los mismos detalles molestos de aquél (la delirante mezcla de acentos), lo que le da al trágico asunto un aire de chunga involuntaria. A pesar de sus errores, no se le puede negar al film la importancia de haber significado el inicio del establecimiento definitivo de la industria fílmica del país, ni de ser el punto de arranque de uno de los géneros mas socorridos (y exitosos) del cine mexicano de la época (la obra maestra de esta corriente vendría apenas dos años después con La Mujer del Puerto, de Arcady Boytler). De aplausos, la obscura y decadente belleza de algunas de las imágenes debidas a la lente de Alex Phillips (las escenas en el interior del burdel son de un verismo impresionante) así como la presencia de Lupita Tovar.

10. ¡Que viva México! | Sergei M. Eisenstein | 1932

Considerado como el más bello de los films inexistentes (muchos críticos consideran que, de haber sido terminado y montado por su autor, éste trabajo sería por el cual Sergei M. Eisenstein hubiese sido más recordado que por otras obras como El Acorazado Potemkin), de fuertes reminiscencias pictóricas e impresionante en el aspecto visual, éste film maldito tiene además la meritoria particularidad de haber servido como fuente de inspiración formal y estilística de buena cantidad de trabajos de reconocidos directores mexicanos que iniciaron sus carreras durante la década de los treinta. (Es un hecho que las películas del Indio Fernández -el ejemplo más obvio- no hubiesen sido lo mismo de no haber existido en su totalidad esta cinta.) Seguramente Eisenstein nunca se imaginó que una simple invitación para venir de visita a México por parte de Diego Rivera y algunos otros intelectuales, terminaría convirtiéndose en uno de los capítulos más amargos de la historia de la cinematografía. Concebida originalmente como un mosaico fílmico sobre las tradiciones, la cultura y la historia de nuestro país, el talentoso realizador soviético decidió llevar a cabo este ambicioso proyecto como una manera de expresar la gran admiración que sentía por la nación azteca y, de paso, para sacarse la espina que significaron los frustrados intentos de concretar diversos proyectos en Estados Unidos. La empresa comenzó a ver la luz bajo los entusiastas auspicios financieros del escritor, político y empresario norteamericano Upton Sinclair (en cuya obra Oil! se basó el director Paul Thomas Anderson para su extraordinaria There Will Be Blood, 2007). Conforme avanzaba el tortuoso rodaje, el cual incluyó entre otros detalles desde un arresto por cortesía del Servicio Secreto mexicano al que se vieron sometidos Eisenstein y su equipo bajo sospecha de espionaje, hasta un asesinato durante la filmación, se hicieron evidentes las diferencias creativas entre Sinclair y el director ruso, y al cabo de un tiempo el inicialmente bondadoso y alegre mecenas gringo se transformó en el principal detractor y enemigo del cineasta, llegando al extremo no sólo de detener la producción, sino de arrebatarle de las manos todo el pietaje filmado hasta ese entonces, el cual fue sujeto de múltiples ediciones apócrifas, siendo hasta 1979 (más de treinta años después de la muerte del cineasta) que Grigori Alexandrov, su más cercano colaborador, logró reunir todos los materiales y montarlos en la que, según parece, puede ser la aproximación más cercana a la idea original de Eisenstein.

11. El prisionero 13 | Fernando de Fuentes | 1933

En ese pinche afán de querer compararlo todo, a De Fuentes se le conoce como el John Ford mexicano; es posible que tal comparación no sea del todo desacertada si se hace en base al tono épico de algunas de sus películas. Lo que no se puede negar es el hecho de que éste tío fue el visionario iniciador de los géneros más representativos de la cinematografía mexicana de los treinta y los cuarenta, llámese melodrama, cine de intriga, el desencantado cine de vertiente histórica e incluso del cine de terror gracias a su guión escrito para La Llorona (Ramón Peón, 1933) y su deliciosa El fantasma del convento (1934). El prisionero 13 es la primera obra maestra de De Fuentes, y el inicio de su trilogía de la Revolución mexicana. Debido a su tono abiertamente crítico, las autoridades censoras de aquél entonces no vieron con buenos ojos la imagen deplorable del Ejército mexicano que la película manejaba, por lo que fue sometida a diversas mutilaciones, la mas notoria, el misántropo final del film, sustituido por otro radicalmente feliz. A pesar de las concesiones a las que se vio obligado a ceder, De Fuentes conservó intacta su visión oscura y desencantada de la historia reciente del México de aquellos años, resultando evidente el gran oficio de un director de cine cuyas producciones no decaen en interés ni en la buena factura mostrada en cada una de sus escenas.

12. La llorona | Ramón Peón | 1933

Ubicada en tres épocas diferentes, 1633, el Virreinato y la actualidad de 1933, esta entretenida cinta de Ramón Peón, de apenas una hora de duración, tiene la particularidad de ser la primera película mexicana en abordar la popular leyenda colonial, además de ser uno de los escasos ejemplos del cine de terror mexicano de aquellos años. Un atractivo extra es el de haber sido coescrita por Fernando de Fuentes y de contar entre el reparto y equipo técnico a algunos de los colaboradores habituales del director, como los actores Alfredo del Diestro, Paco Martínez y Antonio Frausto; el guionista Carlos Noriega Hope, el músico Max Urban, etcétera.

13. El compadre Mendoza | Fernando de Fuentes | 1934

El capítulo más brillante de la trilogía de la Revolución mexicana se centra en el personaje de Rosalío Mendoza (Alfredo Del Diestro), un prospero hacendado, un verdadero cabrón, quien hábilmente sabe darse sus mañas y trabajar para todos los bandos, ya sean carrancistas, zapatistas o huertistas. Además, como buen pájaro de cuenta que se respete, el tipo tiene suerte: amén del éxito en sus turbios negocios, logra enamorar a una bella joven llamada Dolores (Carmen Guerrero). Sin embargo, el día de la boda, Rosalío está a punto de ser fusilado por las tropas rebeldes zapatistas, salvándose de último momento gracias a la oportuna intervención de una de sus amistades, el general zapatista Felipe Nieto (Antonio R. Frausto). El incidente provoca que nazca una sólida amistad entre ambos hombres, pero también una secreta pasión entre el general Nieto y Dolores. El tiempo transcurre y los negocios empiezan a dejar de florecer, por lo que Rosalío proyecta mudarse a la capital del país con su familia, pero sus planes vuelan literalmente por los aires, ya que los rebeldes hacen estallar el tren donde son transportados los bienes de Rosalío, por lo que éste se ve obligado a escoger entre su amistad con Nieto y su propio pellejo. Visión critica y descarnada del conflicto armado de principios de siglo XX en nuestro país, la película es en sí un ejemplo de edición y montaje, pero el clímax del film es todo un logro formal y estilístico, el cual, por sí solo, lograría hacer valer la pena ver el resto de la película.

14. La mujer del puerto | Arcady Boytler | 1934

Con este extraordinario debut en la industria cinematográfica mexicana, el director de origen ruso Arcady Boytler consiguió una de las cintas clave de los años treinta. Adaptación de un cuento original de Guy de Maupassant que narra las desventuras de una joven mujer, quien después de ser seducida y orillada por las circunstancias, se ve forzada a ejercer la prostitución, lo cual acarreará consigo trágicas consecuencias al descubrir durante una noche, y tras una inesperada vuelta de tuerca, que se ha convertido en la amante y confidente de su propio hermano. A pesar de la moralina machista-regañona propia de la época que se desprende del argumento (la prostitución y la muerte como destino intrínseco de las mujeres que pierden la virginidad fuera del matrimonio), la cinta no deja de sorprender por lo fuerte de algunos de los temas planteados en el film para los cánones de aquellos tiempos, como el incesto o el decadente realismo en algunas escenas (la delirante orgía de los marineros, por ejemplo) así como por la enorme sensibilidad del director y la lóbrega belleza visual de la obra. La figura de Andrea Palma, semiescondida entre las penumbras de un callejón sosteniendo un cigarrillo, es antológica en la historia del cine mexicano.

15. El fantasma del convento | Fernando de Fuentes | 1934

Durante un paseo nocturno por el bosque, el trío conformado por Alfonzo (Enrique del Campo) Eduardo (Carlos Villatoro) y su esposa Cristina (Martha Roel) pierde el rumbo y queda a merced de la intemperie. En su camino se cruza un misterioso guía, quién los conduce a un enigmático monasterio en el cual esperan poder pasar la noche, sin embargo, los visitantes no tienen idea de los extraños sucesos que les aguardan en el interior del recinto. Iniciador por excelencia de algunos de los géneros posteriormente más retomados por el cine mexicano, con este estupendo trabajo De Fuentes consiguió tanto una de sus mejores películas como uno de los primeros acercamientos a una corriente tan escasamente socorrida en nuestro país como es el cine de terror. Drama, misterio, libros demoníacos, monjes y demás elementos fantasmagóricos se entremezclan en esta cinta, en la cual la logradísima atmósfera conseguida por la lente de Ross Fisher, la ingenua sencillez del argumento y la segura mano del director hacen de este recuento de aterradoras experiencias de los tres amigos en el ex-convento de Tepotzotlán uno de los ejemplos más disfrutables de su filmografía y todo un clásico del cine mexicano de los años treinta.

16. Dos monjes | Juan Bustillo Oro | 1934

La anécdota no resulta precisamente interesante: en un monasterio del siglo XIX, dos monjes (Víctor Urruchúa y Carlos Villatoro) se ven enfrascados en una pelea. Al ser separados y llamados a confesión, cada uno relata su propia versión de los hechos, siendo el elemento común de ambas historias una mujer de la cual los monjes venidos a gallos de pelea estuvieron enamorados. Sin embargo, la relevancia de este film de Bustillo Oro radica en ser una sorprendente, aunque un tanto pretenciosa, de a ratos, asimilación de las convenciones propias de las películas pertenecientes a la corriente del expresionismo alemán y al surrealismo fílmico (en la cual Bustillo Oro echó mano de recursos tales como encuadres fuera de eje, hartos claroscuros, distorsiones y vertiginosos movimientos de cámara) en un contexto mexicano, todo lo cual terminó por valer madre a fin de cuentas, ya que las audiencias, acostumbradas en ese momento a los estándares mucho más convencionales del grueso de las producciones de aquél entonces, no vieron con mucho agrado que digamos tanta audacia visual y narrativa por parte del director, lo que trajo aparejado consigo un éxito prácticamente inexistente para el film.

17. Redes | Emilio Gómez Muriel, Fred Zinnemann | 1936

Un curioso caso de cine de denuncia social en el panorama de la industria fílmca nacional de los años treinta. Producida bajo los auspicios de la SEP, esta cinta relata los avatares de un grupo de pescadores, quienes hartos de la precaria condición laboral y económica en la que viven sometidos a causa de la explotación de que son sujetos por parte de un cacique acaparador, deciden organizarse y formar su propia cooperativa, lo que posteriormente acarreará consigo trágicas consecuencias para los integrantes del movimiento. Uno de los primeros acercamientos (o fusiles, según se vea) por parte del cine nacional a la estética eisensteiniana, en la que los realizadores tomaron prestados algunos de los elementos característicos del cine del maestro ruso en lo que al montaje, la puesta en escena y al empleo de actores no profesionales se refiere. Si bien desde sus primeros minutos de proyección todo aquel potencial espectador podría sentirse desanimado por hacerse evidente que la cinta está (comprensiblemente) actuada con las patas (por eso de la autenticidá’, Muriel y Zimmerman decidieron emplear a pescadores reales y algunos otros lugareños de Alvarado, Veracruz), cualquier tipo de queja al respecto queda zanjada gracias a los (apócrifos, ni modo, hay que decirlo) aciertos visuales de la lente de Paul Strand y a la música de Revueltas. En su tiempo, constituyó un severo fracaso de taquilla, y si bien es cierto que con el paso del tiempo ha sido justamente revalorada como un clásico de la cinematografía mundial, la gran paradoja es que (al menos en nuestro país) no suele exhibirse con la frecuencia que merece.

18. ¡Vámonos con Pancho Villa! | Fernando de Fuentes | 1937

Basada en el libro de Rafael F. Muñoz, y considerado por muchos como el más logrado de todos, es posible que este tercer y último capitulo de la trilogía de la Revolución no tenga la misma riqueza de las otras dos partes debido a ciertos convencionalismos que, aunque manejados con destreza por parte del director, queda la impresión final de restar contundencia al resultado final si se le compara con los films anteriores. Por supuesto, esto no quiere decir que sea una mala película. Ésta es considerada la primera superproducción del cine mexicano (con un costo astronómico para ese entonces de poco más de un millón de pesos), y si en El Compadre Mendoza De Fuentes desmitifica al carrancismo como un movimiento legítimamente revolucionario, ¡Vámonos con Pancho Villa! tiene el mérito de hacer lo propio ni más ni menos que con uno de los grandes mitos del movimiento armado. Al contrario de la visión del caudillo duranguense manejada en cintas posteriores estelarizadas por Pedro Armendáriz como la encarnación idealizada y carismática del personaje, De Fuentes procura despojar a Villa de cualquier dejo de heroísmo y romance, haciendo patente una mirada antiépica del entorno y las circunstancias alrededor del caudillo, quien no solamente se nos muestra como alguien capaz de sentir cobardía o ejercer una crueldad y violencia nada edificante (algo posible de comprobar tanto en el trágico final oficial como en el misántropo y violento desenlace alterno) sino que, incluso, mantiene a este al margen de los acontecimientos relevantes en prácticamente la totalidad de la cinta, transformando a Villa (brillantemente personificado por Domingo Soler) en una mera presencia incidental y permanentemente distanciada. El film tiene en su haber un par de las imágenes antológicas del cine nacional, como la muerte de uno de los protagonistas, cuyo cuerpo queda recargado sobre una metralleta, o aquel cameo del compositor Silvestre Revueltas interpretando a un pianista quien, asustado ante la posible inminencia de un pleito a balazos, cuelga sobre el instrumento musical un letrero con la frase “Favor de no disparar sobre el pianista”.

19. La mancha de sangre | Adolfo Best Maugard | 1937

Este segundo y último trabajo como director del pintor y teórico de Cine Adolfo Best Maugard es considerado como el filme maldito por excelencia del cine mexicano. La cinta (perdida por más de cincuenta años) trata de una sórdida y verosímil mirada a los entretelones de la vida de cabaret y la delincuencia organizada en el México de los años treinta. Lejos de la sufrida e hipócritamente moralina visión manejada por otras cintas del género, en las cuales se presenta el destino de las mujeres que ejercen la prostitución como un castigo (el cual casi siempre termina con la muerte) que éstas deben sufrir estoicamente para expiar sus pecados, en el film de Maugard, por el contrario, éstas aparecen simplemente ejerciendo una profesión para ganarse la vida sin mayores tapujos y sin tener necesariamente que sufrir por ello, dándose no solamente el lujo de divertirse y enamorarse, sino sentirse orgullosas de ello. Un ejemplo evidente es Camelia (Stella Inda), la protagonista, opuesta a los sufridos personajes femeninos de Santa (de la película homónima) o a la Rosario de La mujer del puerto, Camelia es una mujer inteligente y fríamente calculadora, quien no está dispuesta a quedarse con los brazos cruzados y no duda en emplear el sexo, su astucia y la violencia para conseguir sus objetivos. Es también en este sentido que La mancha de sangre resulta una experiencia transgresora (y muy disfrutable) debido a sus elevadas dosis de un erotismo poco disimulado, como los sorprendentemente fascinantes desnudos durante una orgía o aquella otra escena en que se aprecia a Camelia bailando y barriendo su departamento entallada en un semitransparente negligé mientras espera la visita de su joven amante Guillermo. Seguramente por todas estas razones (contrarias a su ideología), el régimen cardenista no vio con buenos ojos al film, por lo que se ordenó su confiscación sin obtener la autorización para ser exhibido (con mutilaciones previas de por medio) hasta 1943, en una sola sala de cine y con poco éxito de taquilla, después de lo cual desapareció casi por completo, quedando al nivel de mera leyenda urbana. En 1993, la Filmoteca de la UNAM recibió un depósito de materiales de nitrato de celulosa que se encontraban en una bóveda olvidada. En la lista de los materiales se encontraba una maltrecha copia de La mancha de sangre, gracias a lo cual se inició un meticuloso proceso de restauración. Faltaban el rollo 6 de sonido, y el 9 y último, de imagen (con el climax del film), los cuales hasta el momento no han podido ser encontrados, algo que logra darle a la cinta un final involuntariamente abierto y sujeto de diversas interpretaciones, pero que, sin duda, contribuye al aura de misterio y fascinación que sigue despertando esta cinta a 75 años de su realización.

20. La noche de los mayas | Chano Urueta | 1939

En una aldea oculta en las profundidades de la selva yucateca, Uz (Arturo de Córdoba) se convierte en el prometido de Lol (Stella Inda) la hija del jefe de la tribu. Sin embargo, Miguel (Luis Aldás) un hombre de piel blanca, llega a la población y seduce a la joven, comiéndole el mandado al enamorado chundo. La pecaminosa relación entre la pareja parece provocar una inmisericorde sequía en la región , lo que motiva a que la muchacha sea sometida por la comunidad al juicio de los dioses, y condenada al sacrificio en honor de Chaac, el dios de la lluvia. El ex-novio despechado va en busca del hombre blanco y lo mata, luego lleva a cuestas su cadáver donde se está efectuando la ceremonia de sacrificio; al percatarse de que su amado ha muerto, Lol, sin pensarlo dos veces, se arroja al cenote sagrado, tras lo cual, Chaac agradece el detalle con una lluvia bienhechora, y todos felices y contentos. Esta supuesta evocación indigenista del mundo maya es uno de los trabajos más conocidos, y con justeza, menos apreciados, del prolífico director Chano Urueta, quien se propuso emular o poner en práctica lo (mal) asimilado de la estética eisensteiniana; sin embargo, su pretendida atmósfera de misticismo y verosimilitud etnográfica se van a la verga gracias a lo plano de la puesta en escena, la poca eficacia de un guión atiborrado de clichés racistas, misóginos y tremendistas que le dan al asunto tanto un sabor folletinesco hasta la madre, así como dosis masivas de humor involuntario, a lo que hay que añadirle un desempeño actoral rayano en lo analfabeta por cortesía de un reparto totalmente inadecuado (no tenían un aire precisamente de europeos, pero vamos, ¿quién chingados se puede aguantar la carcajada al ver en los roles principales disfrazados de mayas, a puros actores de marcada fisonomía narvarteca promedio?) Por tratarse de una cinta cuyo visionado debe llevarse a cabo por estricto rigor histórico, debe señalarse que lo realmente atractivo (para los amantes de la música) puede radicar en la extraordinaria partitura de Silvestre Revueltas y, para otros calientes (como quien esto escribe), en la provocativa presencia de Stella Inda (la secuencia de los azotes, en la que aparece la actriz con el torso desnudo y atada a un árbol, es por mucho, una de las mejores escenas de sumisión que se hayan visto en el cine mexicano).

Continuará…

Por Venimos, los jodimos y nos fuimos

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