‘Una aventura extraordinaria’: Una interminable balada de vida

Naufragar en el Atlántico sobre un bote salvavidas, perder a toda tu familia en el océano y lidiar con el único tripulante con vida a bordo del bote, que resulta ser un intimidante tigre de bengala. Esta descripción parece el escenario perfecto para la desgracia… y lo es, pero cuando el sórdido silencio del océano se convierte en el único horizonte visible, no hay otro camino que escuchar con atención el sonido de los propios pensamientos sobre la vida, esa que está en peligro. Una aventura extraordinaria (Life of Pi, 2012), la adaptación al cine que Ang Lee hizo de la novela  de Yann Martel, es una emotiva balada compuesta de las antiquísimas motivaciones y creencias de la vida en una estrofa constante, sencilla y reconocida.

Piscine Patel es un joven hindú originario de Pondycherry, una colonia francesa de la India, e hijo del administrador del zoológico local. Desde que era un niño, Pi –apodo que él mismo construyó para evitar la burla de sus compañeros de clase– comenzó a cuestionar las formas de las diferentes religiones que circundan su vida: cristianismo, islamismo e hinduísmo, y decide afiliarse a todas. Una noche, su  padre anuncia a la familia que partirán junto con los animales del zoológico en un buque chino para atravesar el océano Atlántico y construir una nueva vida en Canadá. Pero en medio del camino una tormenta arrasa con la tripulación, dejando a Pi como único sobreviviente abordo de un bote salvavidas que tendrá que compartir con un tigre de bengala llamado Richard Parker.

La imagen del náufrago siempre arrastra consigo un profundo sentimiento de soledad que obligaría a cualquier ser humano a encontrar ‘algo’ o ‘alguien’ que le permita seguir a flote. Decía Octavio Paz que Dios existe en cada uno de nosotros como inspiración, como necesidad y también como último fondo intocable de nuestro ser. Si la vida se encuentra vulnerada por la inmensidad de un océano, la figura de un Dios se convierte al unísono en una forma personalizada de las concepciones y valores propios. Así, en el libro como en el filme, la historia recorre una línea antropocéntrica de origen, desarrollo y el final abierto en la que gira la vida misma del joven Pi. La forma de un Dios, el contraste con la inmensidad de la naturaleza y la reconstrucción de valores dejan de ser un molde social y se convierten en una reconstrucción interminable.

Esta es una historia en la que el final es mayoritariamente intranscendente comparado con el cómo-llegó-a-ese-punto, o en términos más concretos, con la narrativa misma. En este amplio campo, la acción toma el papel protagónico para desenvolver sutilmente un puente dramático que crece con parsimonia al tiempo en que el barco se aproxima a la orilla arrastrado por el sinuoso pero constante vaivén del océano. Así, nos dejamos arrullar por la relación entre Pi y el tigre Richard Parker como si fuésemos también náufragos de aquel bote y hubiésemos dejado de buscar el horizonte.

Un tigre de bengala y un joven indio son los protagonistas de este filme. La presencia de Richard Parker —no se dejen engañar por la divertida anécdota del nombre— tiene la particularidad de alejarse de la humanización del animal. Existe una relación que se construye pacientemente entre ambos personajes, que respeta el sentido realista del encuentro entre un hombre racional y el tigre.  Sin embargo, la interacción entre ambos entreteje un sentido más metafórico de los valores mismos de la vida y los contrapone con la necesidad de sobrevivencia. Aquí la figura del padre de Pi se hace presente como representación del mundo socialmente conocido y los avatares de la racionalidad. Antes de embarcarse rumbo a Canadá, el padre de Pi trata de convencerlo de que la religión tiene fisuras que el pensamiento racional esquiva.

Por otro lado, la figura de la madre se presenta con mayor benevolencia y ternura, como el reflejo de una nueva construcción de vida contemporánea: multicultural y migrante. No es gratuito que la historia se desarrolle en una colonia francesa que históricamente ha logrado una independencia parcial al reconstruir los paradigmas de valores tan tradicionales como la religión. La madre de Pi es una de las pocas mujeres indias con estudios universitarios que a pesar del rechazo familiar decide concebir una familia alejada del estereotipo de marido que marca el hinduismo.

Por otra parte, la historia cabe en la corriente literaria de finales de los años noventa y principios del siglo XXI, que se caracterizó por retomar la idea de un mundo en reconstrucción geopolítica y cultural. Así surgieron historias temáticas de interculturalidad, como Me Llamo Rojo (1998) de Orhan Pamuk, que retrata una mezcla de ideologías en un mundo globalizado que no permite una construcción tradicionalista. En esta corriente se crea también la novela de Yann Martel, autor que debido a sus raíces franco-hispanas es heredero del sentido posmoderno del hombre global.

Una parte importante del filme es la construcción visual que funge como complemento de una atmósfera que por sí misma contribuye al discurso de la divinidad, es decir, traza un paisaje específico de la naturaleza que coquetea con la imagen de lo místico e inexplorado de dos mundos antagonistas en apariencia: océano y cielo; racionalidad y circunstancia; realidad y ficción. Aunque se insertan algunos simbolismos bíblicos, el trazo no se aleja del límite entre la realidad y el mito, más bien, suaviza esa línea con una carga estética abrumadoramente bella que mantiene al espectador sumergido en la contemplación de la escena.

Visualmente, la configuración de la inmensidad se retrata con bordes bien delimitados. Los encuadres concentran espacios de acción específicos que son manipulados a la par de la narrativa y que se construyen desde una visión parcialmente naturalista que juega con la sutil exaltación del color y el informalismo en los detalles de sus elementos. En este sentido, la colaboración del artista Alexis Rockman es un acierto, pues sus bocetos contribuyeron a la creación de las escenas más místicas del filme: el mundo acuático —conformado por especies reales y fantásticas— y una secuencia no verbal que asemeja una viaje-alucinación entre los protagonistas.

La combinación estética, una narrativa lineal pero entretenida, y un tierno sentido de esperanza hacen de Life of Pi un filme que se gesta como una balada particular, lenta, armoniosa e interminable de la vida misma y de nuestras motivaciones representadas por la figura de un Dios. Con un mensaje suave, el filme puede contestar a esta pregunta: ¿Y cuál es la forma de dicho Dios? Aquella en la que creemos y corresponde a nuestra particular configuración de la vida.

Por Alejandra Arteaga (@adelesnails)
Éste texto fue publicado en nuestra sección de Cartelera durante la corrida comercial de la cinta.

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