‘Todo mundo tiene alguien menos yo’: La inevitable ruptura

Casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar…

En Todo mundo tiene alguien menos yo, el director Raúl Fuentes nos invita a participar de la autopsia de una relación. Desde las primeras tomas somos capaces de deducir que la conexión entre Alejandra (Andrea Portal) y María (Naian Daeva) no será duradera, a pesar de ser significativa para sus vidas.

Alejandra es el clásico retrato de la mujer madura, inteligente, exigente, demandante, controladora y culta. María, por su parte, parece ser todo lo contrario: es una joven de preparatoria que sólo busca divertirse, pasar un buen rato, todo le parece nuevo e interesante, digno de ser aprendido, a pesar de no recordar el título de la cinta que tanto la emocionó un día antes. Como hemos visto, es una combinación destinada a explotar por simple incompatibilidad.

Se parece al esquema de personajes usado por Woody Allen en varios de sus trabajos (Manhattan, Annie Hall, Anything Else, etc.), además, por su armado, trae a la memoria a la alleniana 500 días con ella ((500) Days of Summer, 2009), con una pizca de Nouvelle Vague.

Lo valioso de un ejercicio como Todo mundo tiene alguien menos yo es el deseo de su autor de crear un producto sofisticado, cargado de intención artística. Además de un elegante blanco y negro en la fotografía –el fotógrafo Jero Rod-García fue premiado en el Festival de Guadalajara–, inserta frases en intertítulos –“Deseo que seas locamente amada”–, junto a dialogos construidos a base de citas literarias y lapidarias sentencias.

Usando una estructura fragmentada, Fuentes nos pasea por los highlights de este amorío tratando de demostrar la humanidad de sus personajes. Son seres humanos haciendo aquello que creen correcto y sufriendo las consecuencias de sus actos.

Si la película no termina de ser tan resonante –emocionalmente hablando– como debería de serlo, quizá se deba a cierto aire intelectual. Una barrera que, sin duda, alejará al gran público, incapaz de identificarse con editoras de libros, habitantes de lindos lofts defeños y al volante de un Audi.

Un buen punto de comparación sería La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013) de Abdellatif Kechiche, construida a partir de una historia similar –guardadas las distancias técnicas y temporales, claro–. El auteur tunecino logra conectarnos con el sufrir y el gozo de sus protagonistas. Encuentra la manera de hacerlas sentir cercanas, de hacer algo particular, universal.

Raúl Fuentes tiene todas las herramientas para lograrlo en un futuro, esperemos que así sea.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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