Sangrienta paradoja: ‘Django sin cadenas’

Hay muchos momentos dentro de la historia en que hubiéramos deseado que existiera una retribución adecuada, una venganza tan cruel y satisfactoria que equilibrara nuestro constante desencanto con la realidad, como en la oscura sala de cine. Si así fuera, los grandes tiranos habrían sido derrocados por un pueblo hambriento cualquier día de la manera más cruenta, los poderosos de antaño habrían sufrido de condiciones de extrema pobreza y los esclavos hubieran hecho a sus amos sufrir como bestias.

Tarantino se ha metido de lleno a la historia de la manera que un hiperactivo e impaciente niño la escucha en los tiernos años de primaria mientras dibuja monigotes con pistolas en los márgenes de su libro de texto de la SEP. La historia no es ya la visión de los vencidos, la tergiversamos constantemente para generar interés en el pasado, dinamizar nuestro presente y postergar nuestro futuro.

En Django Unchained, el afamado Tarantino despliega su característica verborrea y su correspondiente hemorragia en el marco del Sur de los Estados Unidos previo a los años de la Guerra Civil. La historia de Django está inspirada en el popular cuento alemán de Siegfried y Broomhilda (al cual se hace referencia abierta en el filme).

Los elementos centrales de la filmografía de Tarantino, el verbo y la sangre tienen una presencia abrumadora en Django Unchained, incluso a veces rayando en franco paroxismo, sea en una de las elaboradas tretas verbales del lábil Dr. Schultz (Christoph Waltz) o en las grandilocuentes balaceras que hacen parecer a las escenas más explosivas de Peckinpah como un paseo en la Alameda un 6 de enero (no por ello menos violenta).

Los recargados diálogos anticipan la violencia que se ve venir, como si el verbo en su contención diera como resultado una catártica explosión de sangre y víscera de un equivalente similar, reformulando y potencializando una vieja y conocida ley en el mundo de Tarantino.

Siendo un director que dinamiza al igual su violencia que sus barrocos diálogos, el uso de la cínica y bienvenida presencia de Christoph Waltz, en lo que representa básicamente un hábil rehash (o reinterpretación) de su Hans Landa de Inglorious Basterds contrasta con la silente figura tipológica del western que Jamie Foxx desempeña con solvencia y que lleva a lugares verdaderamente inusitados (verán colgando por ahí al vaquerito).

Sin embargo, la cinta no sale de los roles y paradigmas sociales que retrata, Schultz es el hombre blanco bueno y Django el esclavo listo y vivillo que aprende del blanco, siendo la búsqueda de su pareja su motivación única y la venganza su atributo moral, aprendido con frialdad gracias al cazarrecompensas Schultz.

En su búsqueda, Schultz y Django deben llegar a Candieland, propiedad del extravagante Calvin Candie, otro villano afeminado en la nueva tendencia hollywoodense en la misma línea del Silva de Javier Bardem en Skyfall, que es aficionado a las peleas entre esclavos negros mejor conocidos como mandingos por su extraordinaria fuerza muscular y feroz combatibilidad de la cual, Candie es un ferviente admirador. Nótese la homoerótica escultura en el comedor de Candie y la incestuosa relación con su hermana Lara Lee así como su afición a la caduca frenología.

Acompañando al temperamental Candie, se encuentra un fascinante símil de la figura literaria del Tío Tom pero mordazmente racista, el cuidador de Candie, Stephen, una magistral interpretación por parte de Samuel L. Jackson, quien encierra en su personaje la paradoja y dilema central de toda la cinta. Una figura que constantemente y de manera hilarante busca la aprobación de su amo de la misma manera que un perro y, sin embargo, es aún más racista y cruel con los negros que el mismo Candie. Stephen es una brillante contradicción, un hombre negro que se siente blanco en una película racista que busca la reivindicación del esclavo. Además no cualquiera tiene los tanates de decirle al Sr. Jackson ‘bolita de nieve’.

Sin embargo, y a pesar de contar con grandes momentos, el pacing o ritmo de la cinta es denso y poco ágil a comparación de otras cintas de Tarantino (se extraña el vértigo producido en Inglorious Basterds o Kill Bill) sin duda se extraña la tijera de Sally Menke, la editora de cabecera de Tarantino que falleció hace un par de años, haciendo que las casi tres horas de duración de la cinta sean una entretenida y racista tortura.

En cuanto a referencias, Tarantino hace uso de un amplio repertorio de spaghetti westerns, particularmente los de Sergio Corbucci, películas slavesploitation como las brutales Mandingo (1975) de Richard Fleischer con James Mason o Goodbye Uncle Tom de 1971, un shockumentary en el que se reelabora de manera drásticamente cruel las condiciones de los esclavos. También por ahí aparecen referencias al cine de Sam Peckinpah, Arthur Penn  y, por supuesto, Quentin Tarantino.

Django Unchained no es definitivamente la mejor cinta de Tarantino, pero se deja disfrutar gracias a la riqueza de su detalle, sus explosivos arranques de violencia, sus ágiles juegos verbales y un brillante ensamble de actores. Sin embargo, la lección que Tarantino debe aprender es que la historia no busca quien la reinterprete, ni el esclavo quiere su reivindicación; la identidad de un grupo social se forja a partir de su historia y si la venganza es la única retribución, quemen sus libros y abracen la controversia.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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