Now I am a lake. A woman bends over me,
Searching my reaches for what she really is.
Sylvia Plath
Sin embargo, yo nací al margen
del tiempo. En vano
te esfuerzas, oh rey por un instante.
Te voy a eludir, Tiempo.
Marina Tsvetáieva
Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019), de Céline Sciamma, enmarca la historia de Marianne (Noémie Merlant), una pintora reconocida en la Francia del siglo XVIII, contratada por la madre de Héloïse (Adèle Haenel) para hacer un retrato de su hija como regalo de bodas. La obra de Sciamma parte de la memoria, no sólo de la que se construye desde de las experiencias, sino la que nos inventamos; las que cargamos de símbolos para condensar un recuerdo. Marianne, en un vestido verde y con una particular posición de sus manos, es interpelada por una pregunta de sus alumnas acerca de una pintura que está en su estudio: el retrato de una mujer en llamas abre el océano en que navegaba Marianne antes de conocer a Héloïse.
Después del prólogo, Sciamma comienza a establecer los principios que dirigirán su obra, tal vez el más importante de ellos, el ritmo. El encuentro con Héloïse es el misterio: la mirada de Marianne, la de nosotros, está en su espalda siguiéndola; lo primero que vemos es su cabello rubio, la cámara se vuelve un pincel, antes de llegar a su rostro, tuvimos que pasar por la angustia de la muerte.
Para poder retratar a Héloïse es necesario memorizarla en largas caminatas, porque su negativa a casarse con el pretendiente de su hermana muerta –un suicidio como protesta a la imposibilidad de la libertad de decisión– se extiende al regalo de bodas de su madre, a la voluntad de la matriarca. Marianne miente para poder hacer su trabajo, para ejecutar aquello para lo que fue contratada; bajo esa sombra reconocerá al objeto de su praxis, uno que la dislocará para reconocerlo como un otro, como un rostro. El inicio del reconocimiento no podría ser en otro espacio que aquél en donde los juicios y los conceptos sobran, en donde las estructuras históricas y culturales carecen de importancia; un espacio en donde la creación apela a los sentidos, a las entrañas, a los riñones, a las vibraciones y a las pulsaciones: explicar la música en conceptos es difícil, por eso por primera vez los cuerpos de Marianne y Héloïse están cerca, en el mismo banco en el que resuena el verano, en el que se desatará la tormenta.
La sutileza de Sciamma nos anuncia la tormenta, pero primero formará a cuentagotas las nubes cargadas que precipitarán su apuesta estética, su construcción narrativa/conceptual y el suelo ético en el que se desbordará la tempestad. Para ello, la directora-guionista, expone muy temprano en su obra su manifiesto en la secuencia/constelación en la que Marianne recorre el retrato sin rostro de Héloïse con una vela. Mientras delinea una memoria que no es suya, Sciamma a través de la mano de Marianne va colocando los puntos de luz que palpitan en su constelación.
La mano de Marianne con una vela comienza a recorrer el hombro del retrato
*d e l e t r e a r el espacio con fuego en la mano supone conocer las sombras que produce*
La vela va iluminando el contorno del brazo y las manos
*la manera de d e l i n e a r el tiempo es la forma de acercarse con respeto al objeto de deseo*
La vela se detiene en el pecho, a la altura del corazón
*entregarse a una creación dialéctica conlleva la r e s p o n s a b i l i d a d del fuego propio*
Marianne acerca mucho la vela y a la altura del corazón el cuadro comienza a incendiarse
*el rostro que hace palpitar el centro puede ser accidental pero el latido e x i s t e desde antes; es universal*
*la naturaleza de lo simbólico es la f e r t i l i d a d*
Marianne coloca el cuadro en la fogata de la chimenea
*el i n c e n d i o siempre tiene repercusiones políticas*
Una vez terminado el primer retrato, el engaño de Marianne la conduce a una obra pulcra pero distante, ¿cómo puede haber un retrato si sólo se mira para cumplir con un deber económico? Es sencillo cuando el papel no responde, cuando el lienzo no regresa la mirada. Héloïse abre la segunda parte de la película a partir de la afirmación de su existencia.
Céline Sciamma deviene alquimista, conoce con precisión los elementos que equilibran su composición, por eso nos regresa la mirada también de manera formal: las secuencias en exteriores están sostenidas por la presencia de la naturaleza: el océano primigenio en el que el cuerpo se baña, los pastizales de las espigadoras de Millet y la caverna, húmeda, oscura y origen de la calidez del primer beso. Los reflejos de la tierra como naturaleza son espacios sumamente definidos dentro del castillo: las secuencias en interiores se narran en la cocina y en la habitación. La reinvención de un espacio culturalmente relegado y doloroso, es el espacio en el que Marianne, Héloïse y Sophie estrechan su vínculo; es el lugar en el que se pueden encontrar, donde tienen la certeza de la presencia. Sciamma enfoca la bandera francesa de finales del siglo XVIII con un vestido azul que cocina, un rojo que bebe, y un blanco que borda en completo equilibrio; en un soundtrack hipotético, el son tradicional de Las cocineras resonaría en el castillo francés: “Que salgan las cocineras / a la luz de los candiles / que salgan las cocineras / revolveando sus mandiles”. El vértice lúdico de Retrato de una mujer en llamas recae en Sophie, una adolescente que lleva el orden de la casa; la cámara de Claire Mathon celebra su jovialidad con encuadres que juegan con la percepción de quien mira, es la risa que aligera el paso; la vida no puede ser, no es un drama, por eso la efervescencia de Sophie es presencia necesaria.
El núcleo de la subjetividad es la memoria, por ello, antes de alcanzar el siguiente puerto de la constelación, Marianne memoriza todo porque ante la incertidumbre, es la única certeza. Ella cree que es la única que observa, que se lleva los gestos de Héloïse para recorrerlos en soledad. Cuando nos encuentra –y encontramos– un espejo que regresa la mirada, reímos, reímos con fuego que cosquillea en los dedos y entonces, todo nosotros es un cántaro que bebe el agua despeñándose.
“La bruja actúa, responde, reflexiona, pero se defiende sólo bajo coacción, bajo la palabra del inquisidor. Su dominio es más el de la acción que el del discurso, su fuerza está en la imaginación y en el espacio marginal en el que opera, no en la palabra, aunque de ella se sirva para llevar a cabo sus conjuros. Esto, por supuesto, no quiere decir que carezca de la fuerza que toda magia deposita en ella”. El silencio en la obra de Sciama es fundamental porque su alquimia se sostiene en la comprensión de la luz, en escuchar el espacio, en la sutileza de los gestos, en la suavidad de los acercamientos y en la distensión del tiempo. Las palabras sólo conjuran lo vital; el verbo acompaña a los demás lenguajes, no los opaca, respiran juntos. La directora francesa condensa en otra secuencia-constelación el reflejo colectivo de su manifiesto: el aquelarre que es incendio. Las mujeres alrededor del fuego comparten conocimiento y palabra, hacen música con su voz en una composición muy cercana al trance; su vínculo es de una horizontalidad que construye una comunidad que comparte, que convida y celebra. Es en esta praxis política que Sciamma esculpe un travelling que acompaña el canto y el perfil de Héloïse, Marianne la ve a través del fuego, Héloïse es fuego; “¿Todos los amantes sienten que están inventando algo?”.
El incendio se desborda cuando encuentra las flamas que respiran alrededor, llamas poderosas que aguardaban pacientes. El día que Sophie aborta, la vida completa está sucediendo en el mismo sitio: una bebé que apenas balbucea, una niña que está por abandonar la infancia, Sophie y su transición de la pubertad, Marianne, Héloïse y la curandera anciana signan un momento que es posible sólo porque se está en comunidad. No puede haber reconocimiento, no puede haber incendio si no hay hermandad.
Sciamma desarrolla su obra en permanentes contrapuntos en los que lo simbólico ilumina la noche pero, también, la materialidad los aloja. Las convenciones sociales son tajantes –como la esencia del samurai–, no permiten retrasos ni se ahorran los juicios. Héloïse debe casarse con algún acaudalado para vivir la vida de la tradición; la saliva brillante de sus labios con los de Marianne no impedirá la partida, el espejo que vive en el sitio que huele a jardín ya no tendrá el rostro de quien se dibuja a sí misma y su axila nunca más tendrá el suave tacto de la mujer que tiene psicotrópicos en sus dedos. El reconocimiento horizontal de sus rostros se suspende el día en que el retrato es terminado, después sólo queda la memoria, una memoria que despierta con aquello que no se puede nombrar pero sí signar. La tormenta que comenzó en un banco, se extiende con el final del verano, con el mito de Eurídice y Orfeo, con el 28 que es 82, con la búsqueda del 5050 en un tiempo 2020.
La creación de Céline Sciamma es una muestra del dominio de la luz natural, de colocar la importancia del silencio y el sonido directo, de mostrar imágenes en donde la textura es fundamental porque el reconocimiento del rostro que no es nuestro no se agota en la vista. Su trabajo es suspensión en el tiempo y suavidad en el espacio; son capas condensadas en secuencias poderosas, pero sobre todo, su película deviene creación-dialéctica/objeto-incendio porque descansa en una postura ética que le da unidad a su obra. Las resonancias que The Souvenir (Joanna Hogg, 2019) no alcanza o el barroquismo panfletario de Paradise Hills (Alice Waddington, 2019), están muy alejadas de de la transgresión de Retrato de una mujer en llamas porque carecen de un pulso ético que le de dimensión a la narración y a su propuesta estética. ¿Será fácil rastrear algún director que no se agote en su narración o en su propuesta estética? Agnès Varda, Rita Azevedo Gomes y Sciamma están en ese sitio, tal vez cantando, bailando o riendo alrededor del fuego, haciendo la hoguera más grande, buscando esparcir el incendio.
Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)