Remover el corazón: Melissa Elizondo, vitalista

Por siglos la adultez en occidente había sido un centro. Correlativo a esa entronización, la infancia era pureza. De las infancias se creyó siempre que eran signo de un tránsito y, por tanto, meritorias de beatificación. Sigmund Freud contribuyó a romper esa creencia. Tres ensayos de teoría sexual (1905) apuntalan una evidencia: en tanto haya inconsciente hay sexualidad también en la infancia. Lo que descubrió es aún más complejo. Pensar el inconsciente reveló no sólo que había sexualidad infantil sino también lo infantil en la sexualidad. En ese sentido lo que el psicoanalista mostró fue que la infancia tampoco es pura porque eso no existe. La pureza es un juicio moral.

La caza (2012), de Thomas Vinterberg, es uno de los ejemplos más claros de la tesis freudiana. Vinterberg muestra ese otro lado: los niños y las niñas también mienten, mienten porque desean. Melanie Klein, por su parte, evidenció que el juego era una de las vías más optimas para el trabajo clínico con niñas y niños. En sus investigaciones notó que es también ahí, en la infancia, donde el dolor se instala empero, distinto a Freud, éste también puede ser escuchado y por consiguiente tratado, atendido y, con trabajo clínico mediante, aliviado. Lo que hay en Klein como en Freud es la aniquilación de la creencia de que las personas, cuando infantes, no sufren o no se enteran de nada. Todo lo contrario. Jugar, así como crear, es una de las formas posibles del tratamiento psíquico en la infancia porque también puede serlo en la adultez. Escuchar es dotar de vida a eso que no anda. El psicoanálisis, como tal vez ninguna otra terapéutica, se ocupa de eso. El dolor se puede tramitar, sólo hay que descubrir cómo escucharlo. Melissa Elizondo se pregunta esto y hace un acto vital: escuchar las infancias, otra vez, cada vez, de nuevo.

Cuando le concedieron el premio Nobel a Svetlana Alexiévich hubo controversia, como siempre (¿hasta cuándo?) que a una mujer se le reconoce algo, sobre si sus libros eran o no literatura. Se dijo incluso que ella sólo trascribía, que lo suyo sólo era escuchar y transcribir. Eso, el acto vitalista de escuchar, parecía (¿parece?) poca cosa. Lo que hay en Alexiévich es eco, multitud y polifonía. La música y el terror de cada testimonio, y este es su genio, crean un concierto en donde el protagonismo se diluye para dar paso a una certeza horizontal: hay pérdidas que desde su singularidad son colectivas. Una posibilidad de tramitar eso es la escucha que les brinda Alexiévich. A sus protagonistas nadie les había preguntado “eso” o “aquello”, en otros casos nunca habían confesado todo el sufrimiento y mucho menos cómo dejaron de crear recuerdos. Cancelar la posibilidad de recordar ¿no es ya suficiente material literario? En La guerra no tiene rostro de mujer (1985), una cuenta cómo fue violada por toda una cuadrilla de hombres de su propio bando y que al regresar a casa su madre no podía permitir que se quedara porque, por lo que había hecho, nadie la miraría con respeto. Esos testimonios están ahí sólo porque Alexiévich escuchó. Melissa Elizondo replica este acto para remover los escombros y edificar esperanza a partir del acto de acompañar.

Una voz “no sabía que iba a ser la última vez que veía todo como era.” Una leyenda “el 19 de septiembre de 2017 un potente terremoto sacudió el centro de México. San Gregorio Atlapulco, Xochimilco fue una de las zonas más afectadas.” Una motivación: las voces de las niñas y niños que sobrevivieron al temblor. En Remover el corazón (2019), Melissa Elizondo escucha con su mirada. Es vitalista porque pese a todo aguza el oído en las personas que, hasta hace poco, no podían decir nada o no se les prestaba atención. Escuchar a niñas y niños no sólo es difícil, puede ser exhaustivo y, sin embargo, Elizondo tiene la disposición y la generosidad de fraguar confianza e intimar para escuchar en primer plano el dolor y la pérdida.

Relato coral, Remover el corazón sigue la iniciativa de la Brigada de Arte Independiente Talimalakatsikinan Naku y su “Taller de mural comunitario poesía y oralidad” para atestiguar cómo de los escombros y del dolor también puede haber creación o, de modo más clínico, cómo el arte logra sublimar lo perdido. Si bien son personas adultas quienes facilitan el taller, son niños y niñas quienes dan testimonio y Elizondo está ahí. Si El sembrador, su debut en largometraje, nos mostró otra manera no lineal de pensar la pedagogía en Remover el corazón se trata de una terapéutica otra. En este díptico, el vitalismo creativo, su empeño comunitario. Contrario a la lógica adultocentrista (que se enarbola con la capitalista y colonialista) no hay que enseñar, hay que tener la disposición a escuchar. Elizondo es férrea en convicciones.

En Sonita (2015), la directora Rokhsareh Ghaem Maghami rompe todas las conveniencias haciendo a un lado su película para abogar y velar por su personaje. De calidad cinematográfica irregular empero potente, su fuerza está en el acto de la renuncia y de la lucha compartida: Ghaem mete el cuerpo, pone dinero y apoya a Sonita a poder conseguir una beca para salir de Teherán y afincarse en Estados unidos. Despojada de todo y con plan de venta en matrimonio a un hombre de su pueblo, Sonita escapa hasta el encuentro con la documentalista que se convertirá en una acompañante y cuidadora. Un videoclip (“Brides for sale”), que la propia Ghaem dirige e incluye en su documental, hace que logren parcialmente el cometido: se viraliza y le llega una propuesta de migrar.

Una de las escenas más dolorosas sucede en un espacio terapéutico. Sonita asiste a una sesión grupal de psicodrama. Ahí, ella recrea la salida sin adioses de su ciudad y cómo, en la guerra, le fueron arrebatados varios familiares. Lo más difícil de la escena es cuando ella debe personificar lo que le habría gustado que pasara. Sonita, por ese acto, logra apalabrar una despedida que le fue negada. En Remover el corazón hay tres preguntas claves para la terapéutica que hace mural. Uno, “si el mundo se silenciará ¿qué tres sonidos salvarían?”. La voz, el canto de los pájaros, las olas del mar; dice alguien. Si yo pudiera, dice otro joven, renunciaría a mi voz por la de mis familiares; en ese momento una lágrima se desliza por su mejilla. Dos, “¿qué se les viene al cuerpo cuándo yo les digo remover el corazón? ¿qué les toca?” El alma, dice una niña. Tres, “¿de qué color tienen el alma?” Yo tengo el alma de color rojo como el corazón cuando se enamora, dice otra joven. Yo tengo el alma color morado como mi mamá que siembra sueños que a veces no la dejan dormir, dice otra niña. En estas preguntas y en sus respuestas está la poesía de un mundo que era escombros y ahora comienza a edificarse. Lo comunitario alivia. Una de las facilitadoras evoca una voz: “el poema, me decía mi abuela, es la forma escrita de la lluvia.” A partir de esta premisa las y los niños exploran sus posibilidades creativas, pero sobre todo muestran su ímpetu por la vida: extrañan, lloran, ríen, desean y son valientes. Nada más, nada menos. En los juegos dentro del taller, Elizondo hace un gesto que es ya parte de su poética: ralentizar las imágenes para contemplar el instante de una sonrisa o sugerir el palpitar del corazón. La colectividad creativa es potencia. La fotografía de Natali Montell enmarca la intimidad; los primeros planos tan dolorosos cuanto reparadores. El montaje de Alicia Segovia acentúa el acompañamiento que incluso se nota hubo en la producción de Paloma Petra. El vitalismo de Elizondo siembra y cimbra.

Hacia el final, inaugurado el mural, las niñas y niños posan para la cámara delante de aquello que han creado y poco a poco su imagen se desvanece sobre el muro. El gesto es la culminación del arte comunitario: en el mural quedan también sus almas. No se les han arrebatado, dejaron un poco para el edificio del porvenir. En Remover el corazón, Melissa Elizondo hace un decreto: escuchar salva vidas y a veces eso es el arte.

Por JJ Flores Hernández (@JJFloresHdz)
Nuevo San Juan, San Juan del Río, Qro.
Treinta de junio de dos mil veinte.