Piña exprés: los idiotas no maduran

Se suele pensar que la madurez llega con la edad. Tarde o temprano, se cree,  los argumentos idiotas, las aspiraciones delincuenciales, la competencia superflua y la admiración por lo que esconden los padres en la alacena desaparecen, enterrados bajo la adultez. Como toda fantasía, esta idea es deseable, sin embargo, escasa en términos reales.

Lo común es ver sociedades taradas, encargadas de llevar a las oficinas presidenciales a sujetos incapaces de pronunciar la palabra nuclear (en referencia a las “nukiller weapons” de George Bush), o tan aversos a la responsabilidad como para deslindarse con un “¿Y yo por qué?” (Vicente Fox dixit).

Piña Exprés (Pinapple Express,  2008) nos enfrenta con la hilarante estupidez de una pareja formada por Seth Rogen y James Franco para adentrarnos en la mente del perdedor americano —típico en los trabajos del productor Judd Apatow— y ridiculizar a sus elementos más vergonzantes: los adictos a la mariguana.

En sí, este vicio suena cómico al sólo mencionarlo, pues las teorías más aceptadas concluyen que la adicción a la hierba es meramente psicológica, por lo tanto, el perfil de los protagonistas es el de un par de niños velludos, dependientes de un estilo de vida sencillo y con aspiraciones inmateriales, más que de un par de enfermos, como es el caso de, digamos, los alcohólicos.

Dale (Rogen) es un visitador encargado de entregar citaciones legales a sus víctimas, a quienes acecha disfrazado para poder cumplir con su tarea. Aunque su novia, Angie (Amber Heard), una estudiante de preparatoria con una capacidad intelectual similar a la de él —que se justifica por su adolescencia real—, está encaprichada con hacerlo madurar y deshacerse de su molesto amor a la mariguana, Dale prefiere su vida sencilla mientras sueña con tener un programa de radio en el cual dar lecciones de vida.

La pareja cómica de Dale, Saul (Franco), es su adorable proveedor de droga, otro niño súper desarrollado cuyas facultades mentales están un poco más dañadas que las de su fiel comprador. Inocente y de buen corazón, Saul sólo tiene a su abuela como obstáculo y excusa para trabajar como dealer, pues insiste en haberlo hecho para pagarle el asilo de ancianos y que después de su muerte estudiará ingeniería civil y construirá fosas sépticas para los niños en los parques.

Ambos son perdedores inclinados hacia el lado de la negación y la eterna irresponsabilidad por sus propios caracteres, sin embargo, la cadena de eventos que se desata cuando Dale comienza a ser perseguido por presenciar un asesinato lleva al espectador a darse cuenta, al igual que a los personajes, de la causalidad, y no de la coincidencia, como el motor de la catástrofe.

Dale y Saul son absolutamente inútiles y carecen de las habilidades para sobrevivir durante su huida. A pesar de ser blancos de una mafia integrada por una policía (Rosie Pérez) capaz de rastrearlos con toda la tecnología de su departamento, los adictos siguen fumando, jugando como niños y balbuceando la clase de disparates que los han puesto en esa posición, después de toda una vida de fabricarlos.

Lo que la narrativa nos muestra es, precisamente, la consecuencia de una vida basada en decisiones estúpidas y en una absoluta regresión a las alegrías de la infancia. Aunque los personajes son graciosos y simpáticos —principalmente gracias a las fenomenales actuaciones de Franco, Rogen y el tercer mosquetero, Danny McBride—, es cuestionable si quisiéramos encontrarnos en sus zapatos o tenerlos cerca de nosotros. Angie y sus padres representan esta comparación de una vida normal, a su ritmo, con la primitiva edad mental de los protagonistas.

Sin embargo, el humor de David Gordon Green, director de la cinta, y de Rogen y Evan Goldberg, guionistas, acompañado de una explosiva combinación con violencia bastante explícita y enraizada en el humor negro, crean una cinta entretenida como pocas, que seduce por su simpleza y asombra con su producción.

Puede que detestemos los churros, sus efectos o a sus usuarios, con todo y sus ridículos pantalones de piyama, pero Piña Exprés es un viaje que vale la pena, pues a pesar del truncamiento de su mensaje en favor del deleite cómico, la cinta nos describe una caricatura tosca, encantadora y brillantemente graciosa sobre la mediocridad en una sociedad habitada por brutos, lo cual le da una condición universal inmensa, pues no existe un país inteligente más allá de la alta fantasía literaria.

Las excelentes actuaciones son un inmenso valor agregado, pues nos dan una sensación de autenticidad que ni los giros más absurdos pueden remover y nos recuerdan el valor de la amistad, pues, evocando a Laurel y Hardy o a Gene Wilder y Richard Pryor, la sitúan como el máximo lazo humano para vencer las dificultades. No importa cuánto arruinemos nuestra vida ni cuánto nos sermoneen para dejar de hacerlo, siempre habrá idiota con quiénes compartir nuestra aventura.

Por Alonso Díaz de la Vega

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