‘El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante’: Pasiones que consumen

Peter Greenaway es un cineasta de imágenes y provocaciones. Recuerden su película Una zeta y dos ceros (A Zed & Two Noughts, 1986) con sus imágenes de putrefacción y sus reflexiones sobre lo efímero de la existencia.

Podemos decir que en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (The Cook the Thief His Wife & Her Lover, 1989), Greenaway patenta su estilo y se convierte en un autor, término tan usado hoy en día en cineastas con oropel pero sin sustancia. ¡Hola, Michael Bay!

El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante narra la historia de Albert Spica (Michael Gambon), el ladrón, y sus visitas diarias a su restaurante acompañado de su esposa, Georgina Spica (Helen Mirren), y sus compinches. Todos los días humilla a su cocinero (Richard Bohringer) y todos los días hace de la hora de la cena un espectáculo. Es ahí en su lugar íntimo que la mujer del ladrón encontrará a su amante, Michael (Alan Howard), un callado e imperceptible comensal que gusta de una buena lectura con sus alimentos.

cocinero2Ése es el pequeño universo que crea y desarrolla Greenaway –también guionista–, apoyado en la excelente fotografía de Sacha Vierny y en un score perturbador de Michael Nyman. Es un universo que sólo responde a sus propias reglas, que sólo existe en celuloide y que no puede ser replicado fuera de éste, de ahí que cada zona tenga un color contrastante y único.

Son las pasiones de cada uno de los protagonistas lo que hacen caminar a la película. Todos sufren, viven y mueren por las pasiones que dan sentido a su vida, la esposa y el amante por la necesidad física que tiene uno por el otro y el ladrón por la comida.

Tomemos el ejemplo de este último, Spica maltrata a su mujer porque es infértil y su único refugio es la comida, sin ella no es nada, su hombría es proporcional a la cantidad de personas que invita a disfrutar la cena con él y a sus malos modales en la mesa.  Es esta misma pasión la que termina por consumirlo. Así los demás protagonistas, al amante sus libros y a la esposa su amante.

Y entre ellos tres emerge un cuarto protagonista, el cocinero, quién viene a representar el papel de víctima. Su único interés es mantener abierto su restaurante, por eso acepta todos los días las humillaciones de Spica y solapa por otro lado las infidelidades de Georgina, pero al final –como a todos– su pasión de vida termina por volverse en su contra.

Podría resultar fácil quedarse atascado en el primer nivel de la cinta, un ser humano despreciable que recibe su merecido, pero el desarrollo de los personajes durante todo el filme evita que caigamos en el lugar común.

Cada personaje se desarrolla de manera adecuada, Greenaway le da a cada uno dimensión. Por ejemplo, Georgina Spica pasa de ser la esposa sumida a rebelarse a través del sexo, para finalmente convertirse en una vengadora sin piedad.

La atmósfera recargada, casi barroca, busca estimular al espectador. No es raro que resulten más provocadoras –y repulsivas– las escenas con comida que los encuentros sexuales entre Hellen Mirren –aplausos– y Alan Howard. Muestra de la capacidad del director para obtener lo mejor de sus actores.

El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante mantiene las ideas que se presentaban en Una zeta y dos ceros: la incapacidad del ser humano de controlar su destino y lo fútil que es tratar de controlarlo, porque al final no somos más que un organismo efímero que se consume.

Cada uno de nosotros elige el veneno que lo consume.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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