‘No se aceptan devoluciones’: ¿Un taquillazo necesario?

Para que una industria cinematográfica exista es necesario que el producto cinematográfico se plural. En México tenemos una industria de exhibición fuerte, no una cinematográfica. Es común que las cintas mexicanas den el semanazo, sin importar los premios recolectados en festivales alrededor del mundo. Sí, es complicado competir con las películas gringas y su aplastante mercadotecnia pero ¿cómo pedirle al público en general que se identifique en la mayoría del llamado cine de autor hecho en el país?

En No se aceptan devoluciones, Eugenio Derbez –una de las personalidades de la televisión más populares en territorio nacional– hace de director, guionista, productor, editor, protagonista y lo que se imaginen –seguro tambien jaló cables– demostrando algo de talento y sentido común trás la cámara, sin dejar de lado el estilo cómico tan característico de su persona.

Valentín Bravo (Derbez) es un poco probable gigolo acapulqueño, vive la última fantasía del lanchero –nunca queda muy claro a qué se dedica– encamando a cuanta turista encuentra y jurándole amor eterno a todas. Una de ellas, Julie (Jessica Lindsey), aparece un buen día en su puerta con una niña en brazos que jura es de Valentín. Pide 10 dólares para pagar el taxi y no regresa. 

Nuestro inesperado padre rastrea a la madre hasta los Estados Unidos –inserte escena de indocumentado– sin éxito, en el camino se encariña de la niña al grado de arriesgar su vida por ella. El acto de heroísmo es presenciado por un productor de Hollywood y Valentín termina como doble de riesgo. La puerca tuerce el rabo cuando seis años después, Julie regresa a la vida de Valentín y Maggie (una encantadora Loreto Peralta), amenazando con llevarse a la niña para siempre.

La historia de No se aceptan devoluciones no es nueva, pretender que Derbez y sus co-guionistas (Guillermo Ríos y Leticia López Margalli) encontraron el hilo negro del melodrama con apuntes cómicos es una tonteria. El retrato del hombre enfrentado de manera inesperada a la paternidad lo hemos visto desde Chaplin con El chico (The Kid, 1921), pasando por Tom Selleck en Tres hombres y un bebé (3 Men and a Baby, 1987), Sean Penn y su Yo soy Sam (I Am Sam, 2001) o, el gran amigo de Derbez, Adam Sandler con Un papá genial (Big Daddy, 1999), los ejemplos sobran. 

A ratos, la cinta parece estar hecha con la precisión de un estudio de mercado. Pensada para satisfacer al público en nuestro país y al otro lado de la frontera. Navegando sin la posibilidad de ofender a nadie, Derbez conoce a su público y entrega eso que quieren, al mismo tiempo que demuestra talento. Hay un ímpetu creativo contenido por las ataduras del pasado, por el deseo de complacer al público base y no salirse del renglón –ya sé cómo hacen los elefantes, papá, verde y agüadito–.

Es interesante ver cómo Derbez le aprendió algo a la directora Patricia Riggen cuando trabajaron juntos en La misma Luna (2007) y Educando a mamá (Girl in Progress, 2012). Los dos apuestan por un melodrama al estilo del que se hacía en la época del cine de oro, aunque el comediante carece de la destreza de su compatriota para llevar las escenas dramáticas. El giro final en el guión es un claro ejemplo, al no poder desarrollar ese punto en la trama por el exceso de chistes se apresura un final poco orgánico y más bien lacrimógeno, efectista.

No se trata de restarle méritos a Derbez, para ser su primer intento a gran escala como director dar un paso seguro le ha permitido anotarse un taquillazo y asegurar, al menos, un segundo turno al bat. Esperemos que el dinero de la taquilla –unos 50 millones de dólares– sirva para aminorar los compromisos comerciales, para tener un poco más de libertad creativa.

El cine mexicano necesita establecer una industria. Claro, películas como Nosotros los nobles, No sé si cortarme las venas o dejarmelas largas y No se aceptan devoluciones no van a ganar los grandes laureles, pero ese no es su objetivo. ¿Pudo ser mejor el producto final? Sí, subir un escalón de calidad es primordial.

Envolverse en la bandera del auteur a ultranza son patadas de snob. A veces, divertirse en el cine y escapar de la realidad por un par de horas es lo único que quiere la gente.

Querer eso, no es pecado.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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