No Name On The Bullet y la angustia del pecado

Las imágenes más populares asociadas al western están relacionadas con el relinchar de caballos, bellos atardeceres, disparos a quemarropa y galopes trepidantes, iconografía propia, como dijo alguna vez Leonardo García Tsao, de los viejos comerciales de los cigarros Marlboro. El Viejo Oeste, al menos el cinematográfico, parece reducirse a una lucha eterna entre buenos y malos, valientes héroes dispuestos a cualquier hazaña y villanos incapaces de mostrar cualquier rasgo de humanidad.

Algunos directores han revisado el mito del western, sus figuras y la manera en que el género podía abordar temas más complejos que un simple duelo de pistolas, cineastas como Clint Eastwood (Los imperdonables) o Sam Peckinpah (La pandilla salvaje), quienes dotaron éste de una mirada más pesimista y llena de matices.

A esa corriente del género pertenece la cinta No Name In The Bullet (1959), donde los habitantes de Lordsburg, un incipiente y polvoso pueblo, entra en pánico con la llegada de un famoso matón a sueldo, John Gant (interpretado por Audie Murphy, quien participó como soldado en la Segunda Guerra Mundial y asesinó a más de 200 alemanes). La fama de Gant es tal que todos en el oeste temen su nombre y, más, su presencia, su arribo provoca en los lugareños una paranoia creciente, que sólo aumenta cuando el pistolero se niega a decir quién es su blanco. No hay descanso para la angustia de los malvados.

Gant se ha hecho de un nombre gracias a su método de ataque, él nunca desenfunda primero su revólver, sólo dispara en defensa propia después de irritar a su objetivo durante varios días. La tensión es tal entre los malosos que unos optan por el suicidio, incluso, un par de inocentes, temiendo por su vida deciden tomar armas contra sus posibles victimarios antes de convertirse en el hombre al otro lado del arma de Gant.

La paranoia desatada por el matón provoca que los secretos y pecados del pueblo salgan a la luz, la ansiedad de los pecadores destapa la cloaca que existe en los cimientos del lugar. La pacífica y próspera comunidad no es tal, la estabilidad es un engaño construido con el poder del dinero y las armas. El progreso es un castillo de naipes construido sobre arena, donde la justicia y la verdad son herramientas maleables del poderoso.

El realizador Jack Arnold –conocido por su trabajo en películas de bajo presupuesto y explotación como El increíble hombre menguante, Boss Nigger y El monstruo de la Laguna Negra– teje un melodrama moralmente ambiguo, donde el criminal a sueldo se comporta con mayor rectitud y sentido de la justicia que los supuestos encargados de imponer la ley en el lugar. Gant, como explica en un breve monólogo al doctor del pueblo, nunca ha aceptado un trabajo donde deba asesinar a un inocente. Asesina a sueldo, sí, pero con honor.

Esta contradictoria dualidad en el comportamiento de Gant, reforzada por la inocente apariencia y la mortal biografía de Murphy, hacen que el pistolero compare su trabajo con el de un doctor, dedicado en cuerpo y alma a liberar a sus pacientes de los males que los aquejan, extirpando de su existencia las enfermedades que impiden un desarrollo exitoso.

Estos temas emparentan a la película con un de los grandes clásico de los 50: A la hora señalada (High Noon, 1952), donde un alguacil es abandonado por su gente cuando una banda de criminales anuncia que van por su cabeza, demostrando que la unidad del pueblo es sólo una fachada lista para hundirse entre las arenas del desierto. Arnold parece decir que un pueblo construido bajo engaños, pecados y atropellos está condenado desde su origen. El egoísmo, poderoso veneno.

Por Rafael Paz (@pazespa)