What shall we use to fill our empty spaces..?
Roger Waters, Pink Floyd: The Wall
Existe una miríada de interpretaciones sobre Esperando a Godot, y en particular sobre su inédito protagonista. ¿Es Dios –God-ot–, es la muerte, el triunfo, la caída? Godot es tan inabarcable como invisible, pero la espera deVladimir y Estragón en la obra de Samuel Beckett es, dentro de su cualidad sintética y grotesca, universal. La vida es espera: la acción y la pasividad, espera por igual porque el destino es irrelevante ante el límite de la vida, la muerte. El nihilismo en este pensamiento es aliciente y freno: si nada importa, la espera se enriquece; si nada importa, la espera es insoportable.
Aarón Fernández toma en Las horas muertas (2013) la primera perspectiva, la que da significado a los pequeños eventos dentro de la expectación, que transforman al hombre si éste sabe abrirse al cambio y a la experiencia, como Sebastián (Krystyan Ferrer), un joven al borde de la mayoría de edad, quien llega al motel de su tío para cuidar del negocio mientras él sale por unos días. En la playa la vida es quieta y desierta, su ritmo sólo se interrumpe entre apuestas banales por un coco y la llegada de las parejas al motel, ansiosas por enredarse en el sexo. Aunque su tío le advierte, como lo hará Sebastián con otros, que la discreción es lo más importante, le es inevitable escuchar los gemidos o ignorar los sucios rastros del amorío que deben ser lavados, barridos y tendidos.
La humillación que Sebastián siente al limpiar se traduce en su necesidad de crecer, no al asumir una virilidad por voluntad, sino al adquirir un sentido de responsabilidad por madurez. En la visión de Fernández el paraíso no está perdido, está por hallarse, incluso más allá de los límites de la narración, como le sucede a Miranda(Adriana Paz), una vendedora de condominios que se encuentra con su amante en el motel. Aunque ella insiste en un desinterés romántico por su hombre y en la vida de aventura como su única forma de ver el mundo, su soledad se escurre cuando le insinúa a su amante que dado el encanto del motel, podrían verse más seguido allí. “Ay, Miranda, no empieces”, le contesta. Ella es mayor que Sebastián, pero también tiene que crecer.
Los vacíos de madurez de Sebastián y Miranda se rellenan con la compañía de uno y otro cuando comienzan a pasar juntos las fútiles horas de espera. El tío no regresa y el amante no llega. El consuelo aparece como la respuesta a la expectación durante un tiempo. El adolescente y la mujer encuentran en el otro compañía, diversión, borrachera e iniciación, pero no la paz. Fernández no haya en la mera compañía un antídoto al inerte pasar de los días, pues insiste en la madurez y el amor propio como la única respuesta que puede callar los ecos del vacío.
La cinta de Fernández tiene un ritmo vital, que oscila entre los largos ratos de silencio y pláticas indiscretas, y los instantes de epifanía. La visión de la vida es sencilla y honesta, lejana a un alcance filosófico pero convincente en su imitación del paraíso y en las revelaciones sobre su apariencia. Fernández no muestra una postal, sino un espacio gris, ventoso, donde no vemos piel perfecta o castillos de arena, sino un lugar en reposo donde la vida fluye despacio hacia el futuro que, al carecer de una noción de mortalidad en la cinta, es incierto aunque prometedor.
Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)
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