MUBI presenta: ‘Las cinco obstrucciones’ de Lars von Trier

La ternura no es algo que encontremos a menudo en las violentas imágenes de Lars von Trier. Misantrópico y narcisista, el director danés pareciera regodearse en el espectáculo de las lágrimas. Sus escenarios son como el quirófano para el sádico: una gloriosa exposición de vísceras que alarga el gozo de ver al cuerpo desarmado, desfigurado y reacomodado. La recuperación del paciente es irrelevante; la emoción proviene de fabricar un escenario anormal donde se pueda ver al hombre en una situación extraordinariamente dolorosa. Para los espectadores compasivos, la angustia de Selma (Björk) en Bailando en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), la tortura de Grace (Nicole Kidman) en Dogville (2003) o el abuso y la mutilación que padece “ella” (Charlotte Gainsbourg) en Anticristo (Antichrist, 2009) son un llamado al dolor y a la impotencia. Al no poder ayudarlas, sólo podemos lamentar sus tribulaciones o acaso asumirlas y pensar que alguien entiende nuestra soledad ante un mundo hostil. Esta fragilidad es de hecho la que motiva a Von Trier, quien resulta no gozar ante estas terribles escenas; al contrario, las padece él mismo en la inescapable prisión de la normalidad. Von Trier se considera un ser único atormentado por una sociedad indolente, pero su imagen superior de sí es sólo un reflejo de la inseguridad que lo ha llevado a las adicciones y, ahora que las ha dejado, a un desesperante silencio.

Por sádica que parezca Las cinco obstrucciones (De fem benspænd, 2003), descrita por Von Trier como un intento por castigar a su mentor, Jørgen Leth, esta cinta es primordialmente un acto de amor. Leth, quien acaba de atravesar por lo que Von Trier describe como una depresión haitiana, es rescatado de sus inseguridades por su discípulo. Con cada obstáculo que Von Trier le impone a Leth para recrear su cortometraje experimental de 1967, El humano perfecto (Det perfekte menneske), éste descubre la necesidad de desobedecer las condiciones de Von Trier y rebelarse contra la limitación. Entre más se desvía Leth de las indicaciones, más parece complacido Von Trier, que, en sus palabras, no logra que el viejo cineasta haga “basura”. No es una exageración o una extravagancia que Von Trier llame terapia al juego que sostiene con su mentor. Las cinco obstrucciones es un ejercicio de la imaginación, que resulta un instinto revolucionario. El artista genuino está en revuelta contra la indiferencia de la realidad y sus imperfecciones, pero sobre todo contra la imposición que intenta controlar el flujo de su creatividad.

La relación que establecen ambos cineastas en el juego simula la que imagina Von Trier con el psicoterapeuta: la de productor y director; torturador y víctima. Uno es la voz de la limitación, acero inconmovible gritando no. El otro, gladiador endeble, de carne, es el artista creando un infinito sí. Los obstáculos de Von Trier son un cuestionamiento a la fe del artista en sí mismo que se responde con la maravilla del arte o se engrandece con la mudez de la indecisión. La cuestión fundamental en Las cinco obstrucciones es la fragilidad del artista. Arrojado al mundo, donde cada posibilidad enfrenta un obstáculo, el ser creador deberá vencer o dejarse abrumar por su entorno. Uno de los retos más crueles de Von Trier sitúa a Leth entre la miseria de Mumbai, donde, evidentemente incómodo, debe actuar una opulenta cena del cortometraje original. Otro lo obliga a cimbrarse ante una forma que desprecia: la caricatura. Leth termina creando la versión más asombrosa de su cortometraje original. Cada límite trascendido es un triunfo y una afirmación del genio.

El último reto es que Leth narre un cortometraje ensamblado y escrito por su discípulo y lo firme como dirigido por él mismo. El texto es una carta en la que Leth humilla a Von Trier. Bajo las duras palabras y las crueles acusaciones habita una ternura inusual. Von Trier sólo puede expresarse con violencia, pero sus palabras revelan una piedad tan intensa por Leth y por sí mismo, que termina explicando las intenciones de su extrema cinematografía. El abuso, la sangre, la tortura, son herramientas con las que Von Trier expresa la caricia y el beso de sí para sí. En este caso, quizá por única vez, lo dedica a alguien más, a su mentor, quien resulta homenajeado más que escarmentado o reprimido. El triunfo artístico es la experiencia que deja marcado a Leth y no el desafío. Al final, como dice Leth en palabras de Von Trier, “es el atacante el que queda expuesto”.

Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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