El más pequeño o banal de los gestos bien puede albergar el significado de la existencia humana o dimensionar un orden cósmico en la cotidianeidad más ordinaria y, aparentemente, inerte. La directora tailandesa Anocha Suwichakornpong (dese un bonito aplauso si no lo leyó más de una vez), presenta una visión radical de lo ordinario en el espléndido filme Jao Nok Krajok (2009) o Historia mundana pa’ los cuates.
Habiendo hecho una notable carrera en los germinados fílmicos del Talent Campus en la Berlinale del 2006 o la Cinefondation de Cannes en su edición 59, su opera prima le valió amplio reconocimiento en distintos festivales, principalmente en el Festival de Rotterdam, donde se alzó con el Tiger Award. Ake, un joven tailandés de decadente clase social, se encuentra paralizado y amargado, bajo el yugo de su autoritario padre, encontrando alivio en fotografías del universo, hasta que llega un enfermero que le ayuda a abrir un panorama que apenas estaba comenzando a explorar.
Confrontado escándalo con silencio y lo mundano con lo trascendente, Suwichakornpong encuentra en la quietud una clave importante para engullir el misterio del cosmos, saborearlo y escupirlo antes de encontrar una respuesta clara. Lo que comienza como una amena, pero cruda, historia de búsqueda de sentido individual se convierte, en brutal sutileza, en una meditación espiritual de altos vuelos, que nunca asoma una oscura pretensión erudita, sino una sabia transparencia.
La cineasta tailandesa se afianzó en el panorama internacional con este bello filme, plantándose a otros titanes como Apitchapong Weerasethakul o Pen Ek Ratanaruang como una brillante representante de metafísica fílmica, en la que la narrativa es un elemento flotante en el discurso cinematográfico y no su esencia. La última escena presenta el pujante y milagroso nacimiento de un estilo que no deja de contemplar el vasto espacio que se cierne arriba, al tiempo que hunde los pies en áspera tierra.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)
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