MUBI presenta: ‘Hadewijch’ de Bruno Dumont

Quizá se deba a la experiencia de la familia o a un dictado indescifrable de nuestra naturaleza, pero los seres humanos deseamos ser amados. El amor es una verdad que disuelve el miedo y disipa la indecisión; remueve la soledad y, más aún, la niega. Sentir el amor, sin embargo, no es una afirmación de su presencia, sino de nuestra confianza en él. El amor en sí no es el que nos afecta, sino nuestra creencia de que está ahí para acogernos cuando la realidad sea demasiado negra. Caminar con fe en el amor de Dios es andar entre las sombras, convencidos de una llama intensa e inmortal que nos iluminará el camino hacia sí misma. Almenara y sol, la compañía de Dios es una garantía de la felicidad, pero la duda que precede la entrega a la fe es un pacto con la desesperación. Nos desespera no sentir a Dios.

En Hadewijch (2009), Bruno Dumont reflexiona sobre las dificultades de amar a alguien que no responde, no nos toca, pero según la teología nos ama incondicionalmente: Dios. En el filme, el mundo físico es un estorbo entre lo divino y nosotros. Céline (Julie Sokolowski), una joven aspirante a monja, sufre por no poder reunirse con Dios de manera física. Comprometida con Él, ella se niega a tener contacto erótico con cualquier hombre porque se reserva para Cristo. Su vida representa, por una parte, la pena con que el cristiano paga por el sacrificio de su profeta, y por otra la duda que para los ateos define la vida cristiana como un castigo innecesario; una espera por conocer al padre de todo que sólo termina en la muerte: en ella se produce el reencuentro o sólo se regresa a la nada.

Dumont nunca afirma o niega la presencia de Dios. Lo más cercano a ello es un instante de reconciliación con una figura físicamente similar a Cristo que recurre sin aparente propósito. David (David Dewaele) es un trabajador en el claustro donde estudia Céline. Las vidas de ambos son un paralelo que explora dos caminos hacia Dios: la furia y la sensatez. Para Céline, la vida es un acto de devoción que requiere de una evidencia grandiosa, un acto inédito, para manifestar el amor a Dios; para David es una larga espera por el momento para redimirse. Dumont crea una escena en la que se encuentran y se consuelan, pero sobre todo afirman una presencia inefable que los reúne entre sí y consigo.

Antes de llegar a ello, sin embargo, la fe de Céline debe madurar entre el orgullo y la caída. Ella le dice a su pretendiente, Yassine (Yassine Salime), que “Dios no está presente… Es como cuando amas a alguien: necesitas estar a su lado”. Esta obsesión de pertenecerle a la divinidad supone una arrogancia que Dumont critica cuando muestra a Céline desnuda. Hay una cualidad asexual en la imagen de esta muchacha a punto de dormir sin ropa. No hay sensualidad ni excitación en el cuadro, sino una visión edénica del cuerpo. Nunca vemos a Céline cerca de algún tocamiento que resalte su humanidad o su juventud. Al contrario, Dumont sólo muestra su éxtasis cuando ella escucha música sacra. Su sonrisa rezuma la gloria de la revelación. El gesto parece dividido entre el gozo y el asombro, pero en realidad los enlaza. Céline se cree un puente entre lo absoluto y lo diminuto; entre lo divino y lo humano. Se cree María, que sólo ha sido tocada por el espíritu santo. Pero su visión de sí es incorrecta, inmadura y soberbia.

La necesidad de percibir a Dios con los sentidos es un pecado por el que Céline pagará con otro pecado peor: matar. Convencida de que ha sido Dios quien la ha sacado del convento y no su devoción martirial que preocupa a las monjas, también asume que él la guía hacia el hermano de Yassine, Nassir (Karl Sarafidis), un terrorista musulmán que la persuadirá de poner una bomba en el metro de París. La desmesura de Céline es trágica, pero las infinitas posibilidades de la vida podrán encontrarle un camino al perdón.

Tras sus terribles errores, Céline preguntará porqué el amor, Dios, se aleja de ella mientras la hace seguirlo. En esta escena Dumont subraya las posibilidades de la duda con una pauta musical. El sonido no es melancólico ni glorioso, sino un balance entre ambos tonos que celebra  el reencuentro con la belleza del mundo y, en consecuencia, con la humilde e infinita presencia de la creación. Nunca sabremos si Dios está ahí o no. Dumont elige expresar la duda con la ambigüedad de La vida de Jesús (La vie de Jésus, 1997) y Camille Claudel, 1915 (2013). Las imágenes visionarias en sus otros filmes sólo interrumpirían sus temas aquí, que critican la pobreza de nuestra percepción.

Hadewijch no es un intento de aprehender la experiencia de la gracia, sino de describir el difícil camino hacia ella. Dumont no muestra la ambición teológica de la posterior Fuera de Satán (Hors Satan, 2011), donde intenta capturar la ambigüedad de la profecía. En este filme explora las limitaciones del hombre en su búsqueda de lo incomprensible y lo absoluto para escapar de su miedo y su soledad.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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