Durante las primeras tomas vemos el esplendor del Palacio de la Ópera de París. Su belleza es sólo equiparable con el arte que reside en su interior. La cámara comienza a bajar: sombras, pasadizos, catacumbas. Debajo de la magnificencia hay una oscuridad acechante, inseparable del espectáculo. La bella no podría cantar como los ángeles sin la guía del monstruo. Ésa es la relación que explora Rupert Julian –y otros tres directores sin crédito– en El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, 1925).
La cinta conserva casi por completo el argumento de la novela escrita por Gaston Leroux, una historia que ha sido adaptada y homenajeada en todo tipo de formatos. Mantiene en su centro la obsesión de un hombre deforme/misterioso por una bella y joven cantante de ópera, a la que ayuda desde la sombras. Cuando ésta descubre su verdadero rostro y lo rechaza, nuestro antagonista la secuestra con funestos resultados.
Esta versión tiene una propuesta estética fuertemente influenciada por el expresionismo alemán, llena de atmósferas sofocantes y catacumbas que parecen no tener fin, aun cuando no tiene el virtuosismo de Fritz Lang o F.W. Murnau.
El rostro de Chaney es la verdadera estrella de la película. Conocido por ir al extremo en cada una de sus interpretaciones y hacer su propio maquillaje, aquí la cámara se centra una y otra vez en sus ojos, espejos de locura. Lo del “hombre de las mil caras” no era casualidad. Chaney es una presencia impactante en El fantasma de la ópera y sin él la cinta perdería gran parte de su interés.
Su maquillaje enmarcando unos desorbitados globos oculares es la mejor representación del estado mental del personaje: mitad genio, mitad demente. Enloquecido por sus experiencias durante la revolución francesa y ensimismado por su aislamiento. Un loco esperando ser liberado de su prisión, de las ilusiones de un amor imposible.
Por Rafael Paz (@pazespa)
