MUBI presenta: ‘El extraño’ de Orson Welles

La suposición de la inocencia es un desconocimiento, voluntario o no, de un secreto, un aspecto negado de la personalidad no siempre por discreción, sino por vergüenza o acaso encubrimiento. Inocente es aquel que no conocemos, que cuando se desenvuelve deja de ser extraño, sin culpa o sin pasado, para convertirse en un rostro con significación: una sonrisa, un fruncir de cejas que al fin se explican y nos explican a quién estamos mirando. Son varios los momentos en que en El extraño (The Stranger, 1946) se vislumbra la cara de Orson Welles de entre las sombras como símbolo de una emergencia: la de la verdad. Sus gestos nerviosos, tanto como los sutiles y elegantes, revelan y esconden un pasado atroz. Su negación será la obsesión trágica que en un final dislocado se convertirá en un acto heroico. Sin importar la contradicción tonal de la cinta, Welles, como actor y como director, triunfa en introducirnos a un infierno construido no de llamas, sino de sombras que para él simbolizan el mundo en su reconfiguración después de la Segunda Guerra Mundial. La llama, que quema el cuerpo, no incendia como la oscuridad; ésta se lo traga junto con el alma, a la que oculta simbólicamente hasta que la luz de la verdad acaece sobre ella.

La estética de Welles no es meramente una tendencia o una simulación; es una licencia de subjetividad con la que, ególatra como era, le da al director, a sí, un rol protagónico por encima de cualquiera de los héroes aunque los interpretara él mismo. El auteur, como narrador, es superior porque crea y distingue, critica y disimula para jugar con la audiencia más que la dramaturgia pudo haberlo deseado. Esto no es decir que el guión de El extraño sea sepultado bajo las inmensas dotes de Welles como visionario, sólo que su dominio de la forma visual le permite una presencia inconfundible e inevitable con sus ángulos bajos que contemplan al hombre como un coloso a punto de caer. El texto se corresponde con la grandeza de las imágenes en una escena como en la que el criminal de guerra nazi Franz Kindler se apodera del profesor Charles Rankin, ambos el mismo hombre interpretado por Welles, para asesinar a un antiguo camarada que podría atraer, y de hecho atrae, a su depredador, un detective llamado Wilson (Edward G. Robinson). Ambos se arrodillan para rezar porque Konrad Meinike (Konstantin Shayne) ha encontrado en Dios una divinidad que lo perdona y que no lo obliga a matar como el dios Hitler. En medio del ritual, Kindler lo asfixia para salvarse. El quiebre del ritual supone también un intento de asesinar a Dios. Éste, ofendido, purgará la Tierra del nazismo que Kindler representa mediante una restauración inevitable del orden. Antes de Roberto Rossellini y Alemania año cero (Germania, anno zero, 1948), estuvo Welles.

Mientras que para el director italiano la purificación es voluntaria, un sacrificio en nombre de la nueva sociedad, el mesías nazi de Welles desea permanecer para contagiar la Tierra. En una cena, Kindler, bajo el disfraz de Rankin, describe al pueblo alemán como una horda barbárica cuya voz son los guerreros de Wagner, esperanzados de recibir a un profeta destructor. Su caricatura antigermánica se convierte en un autorretrato tan incidental como su desliz verbal cuando su cuñado difiere: Karl Marx también era alemán. Marx, explica Rankin, no era alemán: era judío. La cinta, hábilmente, gira hacia la esposa de Rankin, Mary (Loretta Young), para explicar la idolatría como los cimientos de un imperio corrupto y corruptor. La inocencia se sitúa al centro de la cinta ya no tanto como un móvil narrativo, un misterio que suponemos que Wilson resolverá para bien de La Tierra de los Libres, sino como una necesidad basada en la fe.

En la escena más impactante de la cinta, que recurrirá, de alguna manera, en Tribunal en Nuremberg (Judgemente at Nuremberg, 1961), Wilson expone ante Mary las atrocidades que cometió el hombre quien inventó e interpreta a su marido. Los muertos y los torturados, inmóviles, desparramados, no conmueven a la fiel del mesías nazi, quien carece de la sangre germana a la que ataca Rankin en su grotesca y simplona diatriba del pueblo alemán. La nueva anfitriona de la enfermedad de Adolf Hitler es una chica All American de un pequeño pueblo en el corazón de Estados Unidos. Por eso ella deberá destruir no a su marido, sino al impostor, en una climática batalla final. Welles hace una severa acusación hacia el aislacionismo y las corrientes fascistoides que aparecieron en su país antes de la guerra y que soportaron la ruina de su epicentro, Berlín, en silencio. Wilson confía en la verdad y su arraigo en el inconsciente como el último reducto de la razón que hará de Mary una disidente.

Aunque el tono decae en sus cualidades simbólicas hacia el final de la cinta y culmina con una resolución blanda no por ilógica o incoherente, sino por patriotera, Welles hace un comentario oportuno y resonante en nuestros días ya no sobre el nazismo en específico, una amenaza caduca que la vergüenza del pueblo alemán consumió con un hambre de reconciliación. Hoy, el fundamentalismo divide a la humanidad entre fieles e infieles, todos recelosos de los otros, como síntoma de la inmadurez de la especie. El extraño es un episodio de reflexión, sobre todo cuando guerrilleros nacidos en Occidente regresan a sus países de origen después de azolar Oriente Medio.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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