Mubi Presenta: ‘Compañeros mortales’ de Sam Peckinpah

Sam Peckinpah fue un inusual exégeta de su nación. El western fue para él no un escape, como tendía serlo el género, sino un encuentro directo con la violencia de Estados Unidos. En sus películas, Peckinpah no nos muestra un pasado o un presente turbio tanto como un continuo de sangre sin tiempo, amurallado dentro de una cultura muy definida: La Tierra de los Libres. El sueño de la autodefensa americana, para él, es una falacia inaceptable; una fachada que encontró en el western más idealista una justificación irracional, donde el revólver en mano es un medio de cuyo dueño depende la postura moral: pistola del “bueno”, buena. En la icónica Pandilla salvaje (The Wild Bunch, 1969), Peckinpah expresa el arma de fuego como una extensión de una voluntad innegablemente destructiva, sin importar quién la usara. La aparición de la ametralladora como objeto de admiración en aquella cinta dice mucho sobre la concepción del mundo de sus personajes, a quienes el director destinó a la aniquilación. La violencia, mostró Peckinpah, no es un medio; es el fin, es decir, el final, de todo.

Por ello resulta contradictorio, sorprendente, pero sobre todo fascinante ver el primer filme de Sam Peckinpah, Compañeros mortales (The Deadly Companions, 1961). Aunque culmina en el perdón, la película se desvía del resto de la obra de Peckinpah en detalles que muestran un control mayor a él, que después de esta experiencia el director decidió abrogar para siempre. Después de Obsesión de venganza –como se le conoció en su estreno en México–, Peckinpah se encargó de tener el mando absoluto de su cine para evitar la expresión de un pensamiento ajeno, como el que en este debut reduce a los indios a salvajes inhumanos cuyas muertes no equivalen a la de un niño blanco. Durante su trayecto hacia el cementerio donde Kit (Maureen O’Hara) se obstina en enterrar a su hijo, asesinado accidentalmente por Yellowleg (Brian Keith), un indio persigue a la inverosímil pareja y acaba muerto a manos de Kit en una escena donde la sangre y la penetración de las balas son invisibles.

Peckinpah desarrolló más adelante una filosofía estética cuyo fin era captar la violencia no en su glorioso esplendor, sino en la agobiante sensación de dolor. En Compañeros mortales no se vislumbra esta técnica; menos, para una figura que los personajes consideran inferior a lo humano. El perdón es para los blancos, pero tampoco ellos escapan de una visión maniquea que tolera la muerte de los “malos”. Debido al control de sus productores, Peckinpah no pudo introducir ambigüedad en los personajes o convertirlos a todos en figuras trágicas, como lo hubiera ameritado la faulkneriana Kit.

El Peckinpah posterior a esta cinta hubiera encontrado en la necedad de enterrar al niño en territorio Apache un atropello a la razón y un error fatídico. Difícilmente hubiera permitido la increíble unión amorosa entre Kit y Yellowleg sin al menos enfocarla como sexual, pues la comprensión de lo humano en Peckinpah era mucho más profunda y melancólica de lo que Compañeros mortales muestra. Mientras que su cine posterior fue un lamento, este filme es una celebración, típica del western más atractivo para los estudios, a pesar de sus distinciones, si humanistas, ingenuas.

Acaso la fortaleza de la mujer endurecida que dispara y prescinde del hombre encontraría ecos más adelante, ya sea en La huida (The Getaway, 1972), Tráiganme la cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo García, 1975), o incluso en la ambigua Amy (Susan George), en Los perros de paja (Straw Dogs, 1971). Quizá Peckinpah concordó con Billy (Steve Cochran) cuando dice de Kit: “Esa es una mujer”. A pesar de las críticas de misoginia contra el director, su obra muestra no una víctima, sino una victimaria, por sutil que sea, al nivel de los despreciables hombres. La visión de Peckinpah es una condena de la humanidad entera en sus aspectos devastadores.

Al representar parcialmente la mirada de Peckinpah, Compañeros mortales no es tanto un tope como un contrapunto fundamental; una exaltación de lo que el cineasta combatiría el resto de su vida: el statu quo. Por ello, ver este filme no es presenciar un tropiezo, sino descubrir una infancia artística contra la cual vivió en rebelión el hombre.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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