‘Mi vecino Totoro’: Una humilde y mística infancia

Antes de consolidarse como una de las casas de animación japonesas más identificables en el mundo, el Estudio Ghibli proseguía su inicial andanza en la década de los 80 después de Nausícaa del Valle del Viento (Kaze no tani no Naushika, 1984) y El castillo en el cielo (Tenkû no shiro Rapyuta, 1986). Posteriormente se enfrentaría a la incertidumbre económica y al escepticismo de las productoras para costear dos proyectos alejados por completo de la ciencia ficción, un género que acostumbraba a presentar Hayao Miyazaki en las primeras películas del estudio.

La editorial Shinchosa fue la encargada de finalmente apoyar en el financiamiento de El cementerio de las luciérnagas (Hotaru no haka, 1988), de Isao Takahata (otro de los directores de animación más identificables de Japón) y Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), del propio Miyazaki. Ambos, aunque situados en contextos diferentes (uno en la crudeza de los estragos de la Segunda Guerra Mundial en territorio nipón, y el otro en el Japón campestre de los 50), fueron estrenados en 1988 y cimentaron un respectivo estatus de culto.

Con una de sus historias más personales, Miyazaki se inspira en sus vivencias de infancia y las plasma en una familia que se instala en la zona rural de Tokorozawa. Las hermanas Satsuki y Mei Kusakabe, junto a su padre (un profesor de universidad), se mudan a una vieja casa con la finalidad de estar más cerca de su madre enferma de tuberculosis, encontrándose internada en una clínica local.

Ambas se adaptan poco a poco a su nuevo modo de vida, lidiando con la oscuridad que representa la enfermedad dentro de su entorno familiar. A pesar de la situación, las niñas actúan con alegría en compañía de su padre (cómplice ocasional en sus juegos) y descubren el nuevo hogar con intriga, topándose en los rincones oscuros con los susuwatari, seres casi imperceptibles que empolvan y habitan toda casa deshabitada.

El cineasta añade un rasgo que lo definiría en posteriores obras como La Princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), El viaje de Chichiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) y Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008): el misticismo. La curiosidad de la pequeña Mei la lleva a perseguir dos extraños animales que la guiarán hacia un árbol sagrado y hacia Totoro, un espíritu del bosque grande y peludo, perceptible para las niñas solamente.

A su vez,  el viento es cómplice de sucesos fantásticos gracias a otra criatura tan conocida como Totoro: el Gatobús, el transporte mágico gatuno que lo acoge y es capaz de llevar a cualquier destino cuando se le pide ayuda. Así, la naturaleza toma un rol secundario y a la vez fundamental, un rasgo que Miyazaki trasladaría con mayor preponderancia en la mencionada Mononoke.

La sutil técnica tradicional de Ghibli a base de lápices de la época comenzaba a adquirir su clásico estilo que permearía hoy día. Con ello resalta a la odisea infantil que invita a la contemplación, aplicado no sólo a los escenarios campestres en verde, a los modestos hogares, a la “madriguera” de Totoro, el soplo del viento, la copa de los árboles ante la apaciguada noche, a la cosecha de maíz y a la intermitente lluvia.  

La candidez y ternura del relato se enriquecía con el aspecto visual, añadiendo el inevitable proceso de madurez (uno de los sellos distintivos del cineasta con respecto a sus personajes) que enfrentan Satsuki y Mei en su vida rural, sobre todo en un imprevisto con respecto a su madre que pone a prueba su relación de hermanas. El propio Miyazaki añade de su imaginario a Totoro como la bondadosa criatura que resultará el confort emocional para la realidad que viven ambas.

Las estelares femeninas en la obra de Miyazaki son independientes, fuertes, inteligentes, sensibles, dispuestas a ayudar a quienes les rodean. Satsuki y Mei, aun contando con diez y cuatro años respectivamente, no son la excepción. La primera, la hija mayor de la familia, adquiere responsabilidades en ausencia de la convaleciente madre y del padre que se lanza a la ciudad para ejercer su jornada laboral, encargándose así de cocinar, asistir a clases y de estar al pendiente de su hermana menor. Mei es sincera, curiosa y para tan temprana edad es capaz de sostener con vehemencia lo que piensa, con una audacia que incluso la mete en problemas.

Acompañada por la música de Joe Hisaishi (músico de cabecera de Miyazaki), Mi Vecino Totoro conmueve gracias a la sencillez y la emotividad de la fábula de infancia en la que hay desde risas, amistad, juegos y fantasía hasta tristeza, dolor, realidad y llanto. Su éxito no sólo lograría consolidar al Estudio Ghibli como popular casa de animación. El propio Totoro, con su amigabilidad y ruido, adquirió fanáticos, es objeto de inspiración para peluches, derivados del merchandising, de leyendas urbanas que abarcan muerte y sangre, y su figura resultó en el acreditado emblema que identifica al estudio a plenitud.

Por Mariana Fernández (@mariana_ferfab)