M*A*S*H: chamaqueando a los mochos

La America –que no Estados Unidos– de finales de los 60 fue posiblemente el principal bastión de la irreverencia que terminó por quebrar los valores institucionales hasta entonces tan importantes.  En este contexto, la visión iconoclasta de Robert Altman encontró, como muchos otros directores, escritores y bandas de rock, un poderoso ariete con el cual terminar con la imagen mocha cultivada a lo largo de la historia americana, siendo M*A*S*H (1970) su golpe más fuerte.

El ataque de la película a la cultura institucional comienza con la situación misma; aunque se lleva a cabo en un conflicto militar –la Guerra de Corea–, rara vez evoca alguna de las imágenes clásicas de horror o gloria, características de un filme bélico y, de no ser por los rangos de los personajes o por los uniformes, uno podría confundir el desastroso campamento con una preparatoria o un hospital de parranda en el día de Año Nuevo.

La falta de orden se expresa mediante la ausencia de poder que experimentan los oficiales al enfrentarse a los protagonistas, Hawkeye, Duke o Trapper –interpretados con un genial cinismo por Donald Sutherland, Tom Skerritt y Elliot Gould, respectivamente–. Estos encuentros normalmente pretenden resultar en un castigo para ellos después de las muchas travesuras que hacen sin mostrar remordimiento o madurez; sin embargo, ni siquiera los superiores a toda autoridad del Mobile Army Surgical Hospital –de aquí vienen las siglas del título– pueden regañar a estos divertidos cirujanos sin ser ignorados como un director de preparatoria por los alumnos, para después ser las víctimas de una broma pesada.

En cuanto a la trama, se puede decir que no hay una, pues la película sigue una estructura felinesca y relata las aventuras de los protagonistas de manera episódica. Esto incrementa el desafío de la película y reta la noción de ver algo convencional con su rechazo a una narrativa más simple.

El guión de Ring Lardner Jr. es hilarante en su exploración del machismo, la doble moral, el racismo y la transgresión, y está lleno de momentos memorables, como cuando el “dentista mejor equipado del ejército” se quiere suicidar porque una falla en su “mecanismo” le hace creer que es homosexual, o cuando los cirujanos deciden descubrir, de manera explosivamente graciosa,  si una de sus superiores es una rubia natural.

El tono crítico hacia los personajes conservadores interpretados por Robert Duvall y Sally Kellerman nunca se pierde, pues son expuestos por los cirujanos como personajes risibles que tienden a hacer el ridículo; como humanos falibles, incapaces de ser símbolos militares o cristianos.

Otro tema ridiculizado es la American Way of Life, cuya parodia alcanza la cima con la apuesta al respecto de un partido de futbol organizado por los oficiales superiores. Según ellos esto es para mantener el espíritu americano vivo en el Oriente, el juego, claro, no apostar, como malentiende el coronel Blake.

En el juego vemos estereotipos transformándose en lo absurdo, como la situación de derrota que milagrosamente se convierte en victoria, no por una clásica dosis de coraje al último minuto, sino por hacer trampa; incluso está presente el insulto racista que crea una tensión normalmente conquistada mediante la valentía y la habilidad, aquí resuelta con insinuaciones vulgares en cuanto a la hermana del rival; las porristas actúan como torturadoras con cantos como “Sixty-nine is divine”, y los entrenadores están más interesados en el dinero que en derrotar al rival honorablemente.

Las actuaciones que dan vida a todos estos personajes son grandiosas, pues se basan en un estilo de caricatura que va desde los manipuladores y astutos Sutherland y Gould –y un Skerritt no tan formidable–, hasta los religiosos y arrogantes Duvall y Kellerman. Esta última entrega un rol hilarante, particularmente cuando enloquece frente a un indiferente Roger Bowen.

Aunque el trabajo técnico no es particularmente impresionante, la canción sobre deseos suicidas de Jonny Mandel y Mike Altman, así como la maravillosa edición de Danford Greene ­–que hila los episodios mediante anuncios en el altavoz– son muestras de las decisiones del director que, acompañadas por el primer uso de la palabra “fuck” en una película americana de estudio, establecen esta cinta como el trabajo de un verdadero auteur.

M*A*S*H  es, al final, un filme hecho de pequeños detalles que expone inteligentemente los valores de las generaciones más viejas como una procesión de engaños; que expresa las opiniones de Robert Altman, sin caer en el sermón posterior de Michael Cimino en The Deer Hunter (1979), al desnudar a los causantes de tanto dolor, poner sus gemidos en un altavoz y etiquetarlos con graciosos apodos, tal como un bromista de preparatoria.

Por Alonso Díaz de la Vega

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