‘Los 7 magníficos’ y lo artificial de lo artificioso

En la segunda mitad del siglo XIX el sur de Estados Unidos es un escenario conflictivo, tierra que no hacía mucho era mexicana. La búsqueda de fortuna, la unificación y expansión, la persecución de tribus indias nativas y la explotación de escasos recursos naturales, dieron cabida para una cohesión complicada y contradictoria en la que el progreso era el único mito en común.

Los 7 Magníficos, remake de la portentosa homónima de John Sturges (1960), se sitúa del otro lado de la frontera, en la tensión de un pueblo trabajador protestante acaparado y violentado por el hombre monopólico Bartholomew Bogue (un mediano Peter Saarsgaard); los pocos que levantaron las manos ante el arrebato fueron asesinados. Emma Cullen (Haley Benett) es la única dispuesta a revertir la situación y cobrar venganza por el asesinato de su esposo modelo; para ello va en busca de pistoleros dispuestos a alquilar sus balas.

El largometraje de Antoine Fuqua (Training Day, 2001; King Arthur, 2004) expone una búsqueda que carece de cuerpo, dando todo por supuesto, sin ninguna clave que pudiera establecer vasos comunicantes. Chisolm (Denzel Washington en uno de sus trabajos más planos), un agente de la ley cazarecompensas, es convencido para construir el grupo vengador: Faraday (Chris Pratt en la comodidad de lo aparentemente carismático), Goodnight Robicheaux (un Ethan Hawke desperdiciado por la brevedad de su construcción), Jack Horne (desconcertante y bien logrado Vincent D’Onofrio), Billy Rocks (Byung-hung Lee en el lugar común marcial), Vásquez (Manuel García-Rulfo) y el piel roja [¿?] Red Harvest (Martin Sensmeier), logran consolidarse como un grupo a pesar de sus supuestas desavenencias al llegar al pueblo sometido. Emma Cullen es el puente entre los (me gustaría escribir foragidos, exilidados, relegados, pero todos de alguna forma han peleado por la conformación del Estado-Nación de las barras y las estrellas, exceptuando al mexicano y al piel roja) pistoleros y el pueblo; su discurso, como su personaje, es sumamente artificial, un intento de preponderar el concepto y praxis de la mujer pero bajos los mismos códigos que intenta transgredir: escotes innecesarios y líneas que parecen citas colocadas a golpes de lo políticamente correcto.

La fotografía poco añade a un guión laxo y artificial, elemento que sorprende debido a la colaboración de Nic Pizzolatto y su magnífico trabajo en True Detective. Tomas abiertas que poco aluden al desierto, a la pérdida y a la soledad del western del que se desprende. Persecuciones vistas incontables veces, carentes de ritmo y tensión. Personajes sin reconocimiento dialéctico, nada nos dicen sus relaciones, nada se configura en sus vínculos; el ritmo de la edición no permite conocerlos, no hay la respiración necesaria ni los guiños para entreabrir puertas oscuras, remordimientos o un código ético que les de fundamento. El honor, el silencio, la amargura, la decadencia o la pulcritud señalada por la ley se desvanecen en una necesidad de llenar la pantalla con movimiento y verbo parco, con miradas arquetípicas que parecen más una parodia que un relectura del género y una maqueta que hace las veces de set.

Nada hay de transgresor en este trabajo de Fuqua; las posibles aristas que pudo recorrer su anulan en su misma exposición. Las referencias se agotan como un collage primitivo: la figura vieja de Chilsom nos recuerda al Will Kane de High Noon (1952), sin embargo nunca se rebela, sus movimientos tratan de emular a un pistolero joven cuando su cuerpo pide mayor discreción; el puente con The Wild Bunch (Sam Peckinpah, 1969) se rompe con la participación del piel roja Red Harvest y su forma de vida completamente fuera de la narrativa o las figuras del Manco y el coronel Douglas Mortimer de Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964) en un Chilsom bastante gris. Esta relectura del western clásico parece más bien un intento por acercarse a la narrativa de Tarantino (Django Unchained, 2012; The Hateful Eight, 2015) a quien no se le ve las costuras con las que pega sus citas. Regresar a los clásicos porque siempre tienen algo que decirnos y, dejar por el momento (o de manera definitiva), estructuras vacías y complacientes: “We lost, we’ll always lose”.

Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)

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