Después de haber visto a Abraham Lincoln convertido en un super héroe de acción enfrentando por igual tanto a sanguinarias hordas de vampiros como de zombies, este nuevo trabajo de Steven Spielberg pretende darle un final menos fantasioso a la racha cinematográfica dedicada por cortesía de Hollywood al célebre presidente norteamericano.
Estrictamente hablando, esta Lincoln (2012) no se trata de una película biográfica como tal, sino de un recuento de los esfuerzos de ‘Abe’ Lincoln y su gabinete para lograr la aprobación de la decimotercera enmienda constitucional de los Estados Unidos. (La cual tuvo lugar en 1865 y dio como resultados el final de la Guerra de Secesión y la abolición de la esclavitud.)
Es muy probable que el asunto resulte particularmente fascinante para algún espectador gringo y/o simpatizante del Partido Demócrata; sin embargo, aunque no es lo peor que haya filmado Spielberg hasta ahora —ese ‘privilegio’ le sigue correspondiendo a la horrorosa Hook (1991)— para el resto de la humanidad, ésta se trata, por mucho, de la película más aburrida de toda la carrera del exitoso cineasta.
A pesar del probado talento histriónico de los grandes nombres involucrados (no es un privilegio de todos los días tener la oportunidad de ver trabajar juntos a Daniel Day-Lewis, Sally Field, Joseph Gordon-Levitt y Tommy Lee Jones —quien, por cierto, termina robándose la película—) los contados aciertos visuales de la lóbrega lente de Janusz Kaminski y el ‘modesto’ presupuesto de 65 millones de dólares, el asunto no parece avanzar por ningún lado debido a la masiva presencia de diálogos grandilocuentes o solemnes como la chingada en un guión atiborrado, además, de clichés dignos de cualquier pinchurrienta serie televisiva (por ejemplo, el personaje principal nunca se nos deja de mostrar cómo un filantrópico modelo de virtud, siempre armado con una anécdota e ingeniosos chascarrillos para toda ocasión) pero principalmente, por su interés relativo y por tratarse de una cinta que nunca termina de conectar con el grueso de las audiencias, gracias a lo soporífero y planote de su puesta en escena.
En ese sentido, si bien el otrora Rey Midas de Hollywood nunca terminó de convencer a muchos con sus apuestas anteriores por un tipo de cine más ‘serio’ o ‘adulto’, lo que nadie podía negar (incluyendo a sus detractores más acérrimos) era la gran habilidad (que no virtuosismo) mostrados por el realizador en el aspecto técnico/artesanal y el a todas luces evidente dinamismo de cada uno de los productos finales; aquí, en cambio, Spielberg parece haberse empeñado por mostrar su lado austero y contemplativo, echando mano de una narrativa voluntariosamente pausada, reduciendo las acciones exteriores al mínimo y saturando la paciencia (o el aguante de la nalga) del espectador promedio con interminables debates y peroratas entre los personajes, por lo que no resulta extraño que al final de la proyección, termine prevaleciendo una soporífera (y bastante molesta) sensación similar a la de haberse chutado más a huevo que por otra cosa una tediosa lección de historia de dos horas y media de duración, la cual se ha (re) sentido minuto a minuto y que, al final del día, ha demostrado ser tan poco útil e intrascendente como la ubicua partitura de John Williams.