Lauren Bacall: La mirada de la voz

El material de una estrella difícilmente se encuentra sólo en la caprichosa belleza, envidiable físico o incluso en la capacidad histriónica. Cuando Hollywood vivía su época dorada, más allá de esos atributos que sin duda son fundamentales para triunfar en tan voraz ambiente, existía una ansiosa necesidad de presencia. La finada Lauren Bacall era capaz de generar inmensas llamaradas en el celuloide con el simple acto de encender un cigarrillo. Una flemática belleza se develaba en el filme del gran Howard Hawks Tener y no tener (To Have and Have Not, 1944), en el que el mundo cayó rendido ante la clase y gracia de la taciturna Bacall, pero el ganón sería quien fuese su marido durante 11 años: el ícono del cine negro, Humphrey Bogart, a quien le enseñó a chiflar recio y bonito.

Quizá Bacall no era una actriz de versátil rango, pero la elegancia que despedía bastó para que se afianzara en la escena hollywoodense. Su rasposa voz añadió una textura adicional al complejísimo entramado noir del clásico El gran sueño (The Big Sleep, 1946) también del maestro Hawks, con la pluma de William Faulkner y de la firme mano de su marido, Boggie, haciéndole competencia a Barbara Stanwyck o Veronica Lake como una consumada femme fatale que, al mismo tiempo no lo era, tan sólo a los 21 años. Bacall condensaría su estrellato en una hábil explotación de su audaz y sofisticada mirada.

Compartiendo escenario con la mítica Marilyn Monroe y la vivaz Betty Grable, Bacall se prestó al juego de la comedia plástica marital en Cómo pescar un millonario (How to Marry a Millionaire, 1953), del eficaz artesano Jean Negulesco, en la que interpretó a Schatze Page, una flemática modelo neoyorquina que busca hacerse de un marido rico. Valiosa únicamente de manera anecdótica, Bacall habría de encontrar roles más demandantes en filmes como La tela de araña (The Cobweb, 1955) o Mi desconfiada esposa (Designing Woman, 1957), del legendario Vincente Minelli, o como el objeto del deseo y  potencial destrucción de un imperio petrolero en la vibrante Escrito sobre el viento (Written on the Wind ,1956), del sublime teutón Douglas Sirk, junto a Rock Hudson y Dorothy Malone. Bacall encontraba en Sirk y Minelli una sensibilidad que expandía sus dotes histriónicas, descubriendo en su frío silencio una palpable sensibilidad.

Renuente a aferrarse histéricamente a la juventud, Bacall portó sus arrugas con profundo orgullo, reconociendo en el tiempo, de manera sabia, un gran aliado. Esa fiera dignidad está presente en la Señora Hubbard de Muerte en el expreso oriente (Murder on the Orient Express, 1974), de Sydney Lumet, o en la dinámica nostalgia de Gatillero (The Shootist, 1976), junto a John  Wayne y James Stewart. Ya después, Bacall habría de figurar como parte de varios ensambles, para traer un eco de lujo a filmes tan peculiares como Salud (Health, 1980) o Caprichos de la moda (Pret-à-Porter, 1994), de Robert Altman, para hacia el final de su carrera distinguirse como una pesada presencia moral en posmodernas piezas como la brechtiana Dogville (2003), de Lars Von Trier, o la voluble y angular Reencarnación (Birth, 2004), de Jonathan Glazer.

Todos los cineastas de renombre con los que Bacall trabajó dan testimonio de que los astros más memorables no son los más brillantes, sino los que nos permiten apreciar cómo se extingue su esplendor.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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