‘Las estrellas de cine nunca mueren’: La eternidad de la diva

Hollywood, más allá de tratarse de una poderosa industria cinematográfica, es un paso de participantes que quedan en la memoria o pasan al olvido por el inevitable transcurso del tiempo y el envejecimiento. En la década de los cuarenta y cincuenta, la figura de Gloria Grahame (1923- 1981), identificada por roles de femme fatale que contrastaba con la ingenuidad de muchos de los personajes de Audrey Hepburn, fue una de las tantas actrices recordadas por éxitos de juventud como Crossfire (1947) y Sudden Fear (1952), incluyendo su único Óscar como Mejor Actriz de Reparto por The Bad and The Beautiful (1952).

En las estrellas de cine nunca mueren (Film Stars Don’t Die in Liverpool, 2017), además de recrear el ocaso de la vida de Grahame y de su desempeño como actriz de teatro, retrata las preocupaciones por el proceso de envejecer y las repercusiones provocadas por la enfermedad en una relación romántica. En 1981, tras colapsar antes de una función teatral por un fuerte dolor en el estómago, Gloria Grahame (Annette Bening) reniega la atención médica y pide auxilio a su ex pareja Peter Turner (Jamie Bell), un joven actor británico que termina por llevarla a su hogar en Liverpool, entretejiéndose la retrospectiva a su romance, su apogeo, su ruptura y el paulatino desvanecimiento físico de la actriz.

El realizador Paul McGuigan, alejado de la libertad creativa de la cuestionable Victor Frankenstein (2015), agrega al complaciente drama de receta un tributo a la figura de Grahame, exaltando de manera breve su exitosa carrera en los años dorados del Star System estadounidense, la distancia manejada con sus hijos, su urgencia por rescatar su carrera y la dificultad que tuvo con su salud, en específico, el cáncer que terminó con la vida de la actriz.    

Basada en las memorias del propio Turner, el relato se apoya de una estructura convencional que oscila entre el presente y el pasado de la relación romántica retratada. Turner y Grahame (una destacada Annette Bening)  complementan sus respectivas necesidades para sentir felicidad, séase con la experiencia en el negocio hollywoodense de ella y la juventud de él, mostrando la importancia de su conexión emocional con la ubicuidad de los recuerdos que paralelizan sus estados anímicos, como la felicidad en las playas de California y la tristeza de la lluvia de Liverpool, vinculadas con la ventana de la casa de Turner. Así, la perspectiva de los amantes, con Bening y Jamie Bell desplegando una interesante química, realzan los altibajos de su particular romance, entrelazando una notoria nostalgia hacia su compartido pasado, una melancolía provocada por la distancia, las decisiones y la inevitabilidad que representa la muerte y la incapacidad de actuar para evitarla.   

Hollywood huye muchas veces del precepto que conlleva la vejez en sus artistas, pero el clasicismo y la añoranza por el pasado cada vez gozan más de un interés colectivo por retratarlo, imitarlo o resucitarlo y la dulzura de Las estrellas de cine nunca mueren quizás no cuente con mucha profundidad y sea un tanto benevolente con la memoria retratada, pero entretiene, proyectando un elegante drama que asemeja un poco a las historias de amor de la época dorada cinematográfica.

Por Mariana Fernández (@mariana_ferfab)

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