‘Las Acacias’: Un minimalismo sentimental

Los momentos iniciales en Las Acacias (2011), prudente opera prima del argentino Pablo Giorgelli, sugieren una inevitable y, se vale decir, no muy favorable asociación con el insufrible cine de su compatriota Lisandro Alonso, más en específico con el personaje Misael, el leñador de La Libertad (2001). Hombres en aislamiento, dedicados a su chamba, esculpiendo un trozo de naturaleza.

Así, tenemos a Rubén, interpretado reservadamente por Germán de Silva (que bien podría ser un personaje ‘creado’ por Alonso), envuelto en su privacidad, cualquier indicio de emoción custodiado por el monótono trabajo de conducir su camión largas distancias, de Paraguay a Buenos Aires y de retache. Horas de nada, sólo sus pensamientos, el camino, breves escalas a comer, usar el baño, y descansar en la incómoda cabina del camión.

Las tareas de este tal Rubén en Las Acacias son sólo dos, y muy sencillas: primero, transportar como de costumbre su carga de madera a Buenos Aires, y segundo, por órdenes de su patrón, llevarse de aventón a Jacinta (Hebe Duarte). El primer encuentro entre estos dos solitarios y únicos personajes de la cinta no es nada prometedor: Jacinta carga con su bebé, lo cual Rubén augura como un indeseable bulto. Él se muestra tan ensimismado que ignora por completo a sus forzados pasajeros hasta ya avanzado el recorrido. Rubén, al parecer, siempre se encuentra desconectado de la humanidad. El principal interés de Giorgelli es cómo se incorpora a ésta.

La cinta, ganadora de la Cámara de Oro en Cannes, retrata a un hombre sobrio que por azares del destino tropieza con algo que posiblemente quiera perseguir, y finalmente, acumular suficiente energía y coraje para iniciar esa persecución. Las Acacias bien podría tomarse como el comienzo de una historia de amor.

La película logra hacer una conexión entre un cierto modo humanista y el omnipresente afán, hoy en boga, encontrado entre cineastas jóvenes alrededor del mundo por explorar cuerpos en movimiento y en reposo, el espacio alrededor de estos cuerpos, y el significado fílmico de ambos, alejado de toda restricción narrativa. Con el enfoque humanista se corre el riesgo de hundirse en su propio sentimentalismo (como sucede en las producciones comerciales), mientras que con el segundo se suelen producir ideas delgadas bajo una densa masa de “estilo” (como sucede en las producciones de “arte”). Pero el verdadero proyecto de Giorgelli en Las Acacias es el de descubrir las posibilidades de mezclar ambos enfoques en un mismo eje físico y visual, el de combinar el despertar de genuinas emociones humanas con un riguroso sentido de realismo social.

Podría decirse que la cinta no posee una historia propiamente dicha, es mas bien una road movie minimalista que, como tal, se interesa en el momento inmediato, cualquiera que éste sea (breves escalas para que Jacinta alimente a su bebé Anahí –que pasa de ser el indeseable bulto a ser el catalizador sentimental–, para hacer una llamada telefónica o para una reunión al lado de la carretera donde se incitan los celos de Rubén), durante el recorrido se va registrando el sutil cambio en conciencia e identidad de un hombre.

El camión finalmente llega al hogar de la prima de Jacinta en Buenos Aires, y Rubén es testigo distante de una feliz y acogedora bienvenida familiar acompañada de una genuina ola de besos y abrazos. Y así, sin saberlo, se encuentra en presencia del amor incondicional, la clase de fuerza familiar que llega tan poderosamente, y golpea a Rubén en la cabeza. Aparece mas aislado que nunca, solo en pantalla, visiblemente afectado por reconocer lo que en algún momento tuvo. (No habla sobre alguna esposa o familiares más que su hermana, salvo por un hijo, que menciona no haber conocido hasta cumplidos sus cuatro años, y a quien no ha vuelto a ver en lo últimos ocho).

Las Acacias no enfatiza nada, no es complaciente, confía en los sutiles avances del comportamiento así como cambios a través del espacio físico, de la naturaleza rural a centros urbanos llenos de tráfico. Los cambios en ambos suceden imperceptiblemente, y así, cuando ocurren, contienen la fuerza de una bofetada. Por consecuencia, cuando parece que Jacinta entra a la casa, arrastrada por la algarabía de su recibimiento, para nunca reaparecer, hay un inesperado sentimiento de pérdida, aunado a una sensación de incredulidad que dejaría a Rubén sin siquiera decir adiós. Sin cortes enfáticos o tomas sostenidas para aumentar el dramatismo, Jacinta regresa para despedirse, el momento que fundamentalmente podría cambia la vida de Rubén. La merecida victoria de este personaje –su humilde y tímida propuesta en invitar a Jacinta, y su aceptación– es el momento para el que toda la película se fue preparando, el momento trascendental, el final que es apenas un comienzo… sí, así de cursi.

Por Repartiendo el Pan

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