La trilogía de la Revolución: Los sinuosos caminos del poder

Durante el primer tercio del siglo XX, concretamente a finales de los años 20, no era mucho lo que lograban adelantar los esfuerzos por establecer una industria cinematográfica mexicana en forma debido a la competencia emperrada por parte del cine extranjero y a las nada fáciles condiciones de producción en nuestro país. La llegada de los sistemas de sonido directo trajeron nuevos bríos a las incipientes fábricas de sueños tanto de México como del resto del mundo. El atractivo que representaba para las audiencias el hecho de poder apreciar una película con diálogos, canciones y pendejada y media en su propio idioma era invaluable, lo que pronto evidenció la urgencia de producir películas habladas en español para satisfacer la (teóricamente al alza, pero no demasiado segura) demanda del mercado interno, especialmente a vistas de los poco halagadores resultados conseguidos por el llamado cine “hispano” producido en Hollywood.

(Al respecto, hubo una molesta pero curiosa iniciativa por parte de los grandes estudios gringos, que consistía en filmar una versión alterna hablada en español de algunos de los films originales en inglés.)

El éxito de Santa (Antonio Moreno, 1931), considerada la primera película sonorizada hecha en México y segunda adaptación de la misógina/tremendista novela de Federico Gamboa, supuso la prueba tangible de que en México no era un sueño guajiro llevar a cabo una película sonora y que ésta tuviese aceptación…el pedo era conseguir afianzar de manera definitiva ese par de elementos mágicos que permitiesen avanzar por derroteros mucho más estables a la incierta industria del cine mexicano. Léase: un público y un mercado seguros.

El primer recurso del que se echó mano para conseguir tal propósito fue tratar de seguir –con las obvias reservas del caso– los modelos impuestos por Hollywood, especialmente en lo que a métodos de organización, producción y exhibición se refiere. A pesar de la más o menos amplia gama de temas y estilos presentes en las producciones de aquél entonces, éstas acusaban, además del limitado presupuesto, cierta ausencia de modelos dramáticos sólidos, terminando casi siempre por conformarse con recurrir al atractivo de los folletines románticos de la época, de las canciones populares y, en ocasiones, apostar por la presencia de grandes personalidades repatriadas del extranjero por cortesía de algún avezado productor, buscando ganarse con ello los favores de las audiencias acostumbradas mayoritariamente (en ese entonces, sin incentivos visibles para dejar de estarlo) a los productos de fácil digestión, cuya noción del séptimo arte no pasaba de considerar a éste como un mero entretenimiento barato y populachero.

Independientemente del mucho o poco valor de estas producciones, esta errónea concepción del cine contrastaba con la visión de los escasos realizadores reacios a seguir con docilidad las indicaciones del productor en turno (más preocupado por el rendimiento en las taquillas que por otra cosa) para quienes el cine representaba la búsqueda de una coherente expresión personal y artística, pero no reñida con la necesidad de colocar en el aparador una mercancía exitosa.

Uno de estos raros especímenes fue el veracruzano Fernando de Fuentes. Hombre de buena cultura y singular habilidad artesanal, de Fuentes se inició dentro de la industria del cine mexicano como gerente del cine Olimpia, para desempeñarse poco después como ayudante de Ramón Peón, asistiendo al actor y director Antonio Moreno, precisamente durante el rodaje de Santa, prosiguiendo un par de años más tarde (1933) con su debut formal como realizador con la cinta El Anónimo (hoy desaparecida en su totalidad) a la que, ganada cierta confianza por parte de los productores debido a sus buenos resultados en taquilla, siguió El prisionero 13, la primera parte de su tríptico sobre la Revolución Mexicana.

Si tomamos en cuenta aquello que dicen de que el cine es un fiel reflejo de la realidad cotidiana del momento ¿Cuál será la posición más adecuada para ver las películas realizadas por de Fuentes sobre esta sangrienta guerra fratricida? ¿Debe tomarse de un modo didáctico lo mostrado en ellas a casi 100 años de distancia o habría que ubicar su discurso más dentro del contexto político y social en el que fueron rodadas, antes que como una reflexión sobre el pasado reciente que pretenden representar?

No llama la atención la superficial idealización del conflicto armado, presente en muchas otras producciones posteriores avocadas en tocar o a servirse del tema como un simple telón de fondo para historias plagadas de intrigas pasionales, comedia, romance, heroísmos e incluso propaganda ideológica acorde con el régimen en turno y disfrazada de representación fidedigna de algún suceso en concreto, lo que llama la atención del tríptico revolucionario de Fernando de Fuentes es la sorprendente –en primera instancia– determinación del director por ofrecer una visión despojada de los convencionalismos del las producciones de la época y, en cambio, mostrar un posicionamiento más centrado al sentido trágico de la anécdota en cuestión, sin escatimar las dosis (molestas para muchos) de crudo realismo en la pintura de los personajes y el anárquico entorno social y político por el que éstos deambulan, exudando en cada fotograma una suerte de pesimismo radical sin dejar espacio alguno para la complacencia, señalando tenazmente con dedo flamígero los severos errores y el desencanto inherentes al conflicto armado, en lugar de concentrarse o elogiar los logros conseguidos por éste.

El prisionero 13, o cuídate, Juan, que por ahí te andan buscando

Vista a priori, el interés de cada capítulo de la trilogía parece radicar en el hecho de que los asuntos que le llaman la atención tocar a De Fuentes no son las biografías de algún relevante personaje de la Revolución o la vida y hechos de uno de los tantos cientos de miles de héroes anónimos padeciendo en carne propia los vaivenes de la historia, sino más bien, su inclinación parece balancearse hacía el extremo opuesto, al lado de los perdedores o, más bien, de los “villanos.”

El prisionero 13 suele ser uno de esos títulos que siempre se encuentran en las listas de las mejores películas mexicanas de la historia. El filme se centra en un tal Julián Carrasco (Alfredo Del Diestro), un violento capitán del Ejercito porfiriano que además de ser poseedor de un machista sentido del honor, es también una autoridad corrupta (que pinche raro suena eso, ¿no?). Carrasco es abandonado repentinamente por su maltratada esposa Martha (Adela Sequeyro), la cual desaparece en compañía de Juan, el hijo pequeño de la pareja; años más tarde, Julián –ahora como un prominente coronel de las fuerzas huertistas–, por azares del destino y a causa de sus malos manejos, hace fusilar involuntariamente a su propio hijo adolescente.

Las autoridades censoras de entonces no dejaron de ver con malos ojos el concepto deplorable del Ejercito mexicano que la película manejaba, y quizá razones no le faltaban para ello. La cinta no oculta en ningún momento las alusiones directas hacia la personalidad de Victoriano Huerta (con quien Carrasco comparte su excesivo gusto por el alcohol), ni a las arbitrariedades y la corrupción de la milicia imperantes durante su régimen (a pesar de que, paradójicamente, es un inoportuno soborno el motor de la tragedia personal de Carrasco) y aunque lo que reinaba en el ambiente estético y cultural durante el mandato presidencial de Abelardo L. Rodríguez (1932-1934) eran unas relativas tolerancia ideológica y libertad creativa, a quien no le hizo ni tantita gracia el resultado final fue a cierto ministro de Guerra llamado Lázaro Cárdenas, quien, tras una proyección privada de la película y haciendo propios los reclamos de algunos sectores conservadores (los cuales alegaban que el realizador había llevado a cabo una malintencionada descripción de las instituciones federales), ordenó confiscar las copias existentes, por lo que El Prisionero 13 fue sometida a diversas mutilaciones, en una maniobra desesperada (e inútil) por parte de De Fuentes por salvar del enlatamiento a la película, la más notoria, el clímax del film, en que Juan (Arturo Campoamor) es hecho mierda a balazos, y Carrasco, al no poder impedirlo, se vuela la madre de un plomazo.

El trágico final fue sustituido por uno feliz, en el cual Carrasco despierta tras una buena peda, dándose cuenta de que todo no fue más que producto de un sueño provocado por la bebida, y el personaje termina por recapacitar y prometer enmendarse. De esta manera, la reflexión inicial sobre los inciertos giros del destino, la corrupción y el abuso del poder, se transformó en un mero llamado preventivo en contra del consumo inmoderado del alcohol, perdiendo con ello buena parte de su coherencia narrativa, ya que si tanto el prólogo como el epílogo de la cinta se hallan ubicados en el contexto histórico del Porfiriato, salvo que la bebida tuviese la asombrosa capacidad de sacar a relucir en el coronel Carrasco sus habilidades como vidente, es difícil explicarse cómo pudo saber el personaje que Huerta llegaría a ser presidente de la República, tal como se puede apreciar en numerosas escenas en que, previo a la trágica confusión, vemos claramente a Carrasco en su oficina de pie frente a un enorme retrato del usurpador.

A pesar de este artificioso lastre, resulta evidente el gran oficio de un director de cine cuyas producciones no decaen en interés ni en la buena factura mostrada en cada uno de sus cuadros, baste recordar la gélida escena en que, determinado a transitar su fatal destino, Juan Carrasco y el resto de los valientes conspiradores con quienes ha sido injustamente encarcelado son conducidos al pabellón de fusilamiento con las primeras luces del amanecer; la sobriedad con que dicha secuencia fue filmada es de una deslumbrante y horrenda belleza.

El compadre Mendoza o, a río revuelto, ganancia de pescador

El segundo capítulo de la trilogía de la Revolución Mexicana se centra en Rosalío Mendoza (como de costumbre, otra sabrosa creación del actor fetiche de De Fuentes por esos años, Alfredo Del Diestro); Rosalío Mendoza es un próspero y avispado hacendado que trabaja para todos los bandos, ya sean carrancistas, zapatistas o huertistas, cuyo propósito en la vida es quedar bien con todos y granjearse la amistad de todos, pero quién jamás deja de pensar un segundo en su propio beneficio. “Yo soy enemigo de romanticismos y suspiritos. Las cosas se hacen rápido y cómo van, o no se hacen”, reflexiona el taimado personaje. Además, como buen pájaro de cuenta que se respete, el tipo tiene suerte: amén del éxito en sus turbios negocios, logra enamorar a una hermosa joven llamada Dolores (Carmen Guerrero) que acepta casarse con él.

El día de la boda, el habilidoso hombre de negocios ve inesperadamente interrumpida su fiesta cuando su hogar es invadido por una horda de revolucionarios zapatistas, siendo apresado y a punto de encarar al pelotón de fusilamiento bajo los cargos de “malora, científico y reaccionario”, salvándose de último momento gracias a la oportuna intervención de una de sus amistades en aquel bando, el general Felipe Nieto (Antonio R. Frausto). El incidente provoca que nazca una sólida y sincera amistad entre ambos hombres, pero también una secreta pasión entre Nieto y Dolores, quien, al quedar embarazada de Rosalío, éste le propone a Nieto hacerse compadres, a lo que aquél accede, depositando en el infante el afecto y el amor que no puede declararle libremente a Dolores. El tiempo transcurre, y los negocios empiezan a dejar de florecer, por lo que Rosalío proyecta mudarse a la capital del país con su familia, después de realizar lo que parece será una fructífera compra-venta de mercancías, pero sus planes vuelan literalmente por los aires, ya que los rebeldes hacen estallar el tren donde son transportados los bienes de Rosalío, por lo que este se ve obligado a escoger entre su amistad con Nieto o su propio pellejo.

Ya con el tata Cárdenas en el poder, y tras el dolor de huevos que significó para De Fuentes la prohibición del film anterior, ésta nueva visión crítica y descarnada sobre la cruenta guerra civil que azotó a nuestro país a principios de siglo XX aborda el asunto desde dos concepciones distintas de la lucha armada: la supremacía de la burguesía, principal beneficiaria en esta clase de conflictos, y la nihilista determinación del soldado revolucionario que sale a pelear sabiendo de antemano que ya está muerto. En ese sentido, la película de De Fuentes es rica en simbolismos: Rosalío Mendoza representa a la clase social acomodada ajena a las causas y las consecuencias de los acontecimientos (trágicos o no) del país, y la cual terminará prevaleciendo, sea cual sea el resultado; Felipe Nieto simboliza los utópicos sueños de igualdad y justicia del Plan de Ayala y la indomable voluntad de lucha enfrentada a un sino trágico; a María (Emma Roldán) la sirvienta muda, se le puede ver como la mirada del pueblo, la mayoría silenciosa que atestigua puntualmente los sucesos a su alrededor, ora de modo cómplice, ora de modo acusador, y que nada puede hacer por cambiar el curso de los acontecimientos.

Por su parte, Dolores y su hijo representan los valores traicionados de la Revolución y el incierto futuro de las nuevas generaciones, quienes cómo lo hará más adelante Tiburcio Maya en el final “oficial” de ¡Vámonos con Pancho Villa! terminan emprendiendo un desesperanzado viaje, perdiéndose entre los truenos, la lluvia y las tinieblas mientras el cuerpo colgado de Felipe Nieto se mece macabramente en el portalón principal de la hacienda de Rosalío.

En tanto, el asesinato de Nieto (un verdadero logro formal y estilístico el cual lograría por sí solo hacer valer la pena ver el resto de la película) resulta una clara alusión al asesinato de Emiliano Zapata a manos de las fuerzas carrancistas, y en ese sentido, no deja de llamar la atención el que De Fuentes equipare a ambos regímenes (el de Victoriano Huerta y Venustiano Carranza) como las mismas fuerzas nocivas e imbatibles –el enemigo siempre será el mismo, no importando que cambie de rostro, parecen aseverar De Fuentes y el guionista Bustillo Oro– e igualmente contrarias a los ideales de la Revolución; más aún: el que lo haya hecho contando con la tolerancia y/o complacencia del régimen cardenista en turno, el cual no tuvo problema alguno en esta ocasión (¿por cuestiones de revanchismo político?) de autorizar la libre circulación de la cinta.

¡Vámonos con Pancho Villa!, o nadie sabe pa’ qué chingaos trabaja

Basada en el libro de Rafael F. Muñoz y considerado por muchos como la más brillante de la trilogía, es posible que, tras un primer visionado, este tercer capítulo aparente carecer de la riqueza dramática de las otras dos partes debido a ciertos convencionalismos que, aunque manejados con destreza por parte del director, pueden dar lugar a la impresión de que el resultado final no es tan contundente como el de los casos anteriores. No obstante, en una segunda revisión, es fácil comprobar que dichos convencionalismos funcionan como parte de un todo consistente.

El recuento de la trágica odisea de un puñado de valientes (conocidos cómo Los Leones de San Pablo) determinados a seguir los pasos del Centauro del Norte en pos del sueño revolucionario, es una angustiosamente cruda reflexión sobre la futilidad de la guerra, la manipulación colectiva y/o mesianismo a favor de un individuo, el posterior desengaño y la culpa histórica. Como en ninguna otra de las partes del tríptico, de Fuentes muestra un ferozmente ambiguo posicionamiento con respecto al movimiento armado, donde la violencia latente, la traición a los ideales y el mortíferamente absurdo sinsentido de la guerra se encuentran a la orden del día.

El film fue la primera superproducción del cine mexicano (con un costo astronómico para ese entonces de poco más de un millón de pesos) y es en esta película donde quedaron cimentados muchos de los recursos (o lugares comunes) perfectamente presentes en cintas posteriores sobre “la bola” (cómo los largos travelling shots de decenas de jinetes cabalgando a la batalla al son de algún corrido revolucionario) aunque en este caso, De Fuentes se centra más en mostrar la delgada antítesis detrás de las motivaciones de los protagonistas, tal como se puede apreciar en la escena en que los Leones son capturados por un pelotón de soldados huertistas a cargo de un joven teniente que pretende fusilarlos en el acto; los Leones aceptan con gallardía la funesta situación sin escatimar las burlas hacía la persona del joven oficial (la mayor parte venidas por cortesía de uno de ellos, Melitón, el cual califica al militar despectivamente una y otra vez de “señorita”) quién al percatarse muy pronto de la numéricamente superior presencia de una brigada villista al rescate de nuestros héroes, muestra una firme determinación de llevar a cabo su cometido bajo la absorta mirada de Melitón, el cual no puede menos que terminar por esbozar en su rostro un gesto de reconocimiento al temple del muchacho. De esta manera, la noción de heroísmo expuesta en la cinta es liberada de su carga maniquea más evidente: tanto entre los rebeldes villistas como en la milicia huertista existen hombres fieles a un código personal de conducta en el que no caben la cobardía ni el deshonor; ambos bandos combaten y afrontan la muerte con idéntica valentía compartiendo la misma desesperanzada grandeza de ánimo, diferenciándolos tan sólo una simple cuestión ideológica o de justicia.

No obstante, dichos códigos de honor no libran a la mayoría de los involucrados de correr de manera trágica una suerte ya no digamos poco trascendental, sino bastante irracional y arbitraria: durante una incursión y tras despojar heroicamente al enemigo de una ametralladora, Máximo (Raúl de Anda) será el primero en caer (quedando su cuerpo recostado sobre el aparato en una de las escenas emblemáticas del cine nacional) , y el único de los Leones en recibir algún tipo de reconocimiento por parte de Villa antes de fallecer; la muerte de Martín (Rafael F. Muñoz) no es menos heroica, pero ésta pasa prácticamente desapercibida a los ojos del caudillo – “Ni modo, todos nos tenemos que morir” sentencia Villa encogiéndose de hombros ante el suceso– y su cadáver queda abandonado, sin pena ni gloria, en los brazos de un maguey; Rodrigo (Carlos López “Chaflán”) cae victima del “fuego amistoso”; Melitón (Manuél Tamés) participa en un estúpido juego suicida, durante el cual es herido en el abdomen y termina volándose la tapa de los sesos para no dejar duda de su valor, mientras que Miguél Ángel (Ramón Vallarino) será ejecutado por un impotente y decepcionado Tiburcio (Antonio R. Fraustro) por órdenes de Pancho Villa, cuando éste, aterrado, descubre que el más joven de los Leones de San Pablo ha contraído la viruela negra.

Y si en El compadre Mendoza De Fuentes desmitifica al carrancismo como un movimiento legítimamente revolucionario, ¡Vámonos con Pancho Villa! tiene el mérito de hacer lo propio ni más ni menos que con uno de los grandes mitos del movimiento armado. Al contrario de la novelera visión oficialista del caudillo duranguense manejada en cintas posteriores con Pedro Armendáriz a la cabeza como una encarnación idealizada del personaje, De Fuentes procura mantener al caudillo al margen de los acontecimientos en la practica totalidad de la cinta, transformando a Villa (brillantemente personificado por Domingo Soler) en una mera presencia incidental y permanentemente distanciada, despojándole paulatinamente de cualquier dejo de heroísmo y romance, con lo que consigue hacer patente una mirada antiépica del entorno y las circunstancias alrededor del caudillo, como se evidencia en el momento en que uno de sus subordinados le pregunta por parte de Martin Fierro si deberían ejecutar a unos músicos del bando contrario capturados durante la última batalla, a lo que Villa responde: “No hombre. ¡Que bárbaro! Que los incorpore en una de las brigadas.” Cuando un mensajero le informa que todas las brigadas ya cuentan con su propia banda de músicos, Villa responde con una mueca de desinterés: “Pues entonces fusílenlos, hombre. ¿A mi qué me dicen?”

Tras la aparente chispa humorística de ese dialogo, comienza a develarse poco a poco ante el espectador la siniestra dualidad de Francisco Villa, a quién si anteriormente se nos había mostrado en sus consabidas facetas de altruista (como en su primera aparición, donde se le ve distribuyendo maíz a la prole a bordo de un vagón de tren) y de bragado líder revolucionario, también se nos descubre como una personalidad dura e inflexible, para quien sus hombres representan apenas una desechable herramienta útil para conseguir sus propósitos, capaz no solamente de sentir cobardía, sino también de ejercer una crueldad y violencia nada edificantes, tal como es posible comprobar en el misántropo y polémico final alterno, el cual potencia como ninguna de las otras dos partes el planteamiento de que tarde que temprano, al igual que Saturno, la Revolución terminará por devorar a cada uno de sus hijos: Años después de la deserción de Tiburcio, llega a las puertas de su hogar un Pancho Villa visiblemente derrotado, quien, acompañado por apenas un puñado de sobrevivientes, le solicita a Tiburcio se reincorpore a sus filas, a lo que el hombre se rehúsa amablemente. En represalia, Villa mata de un balazo a la esposa de Tiburcio, ante la atónita mirada de aquél; encolerizado, Tiburcio es muerto también al intentar vengar el artero asesinato, por lo que Villa decide llevar consigo al pequeño hijo de la pareja en su camino hacía un incierto destino.

Por Venimos, los jodimos y nos fuimos

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