La película: Espejismos infinitos

Resulta imperativo al hablar de La película (Max del Río, 2023) resaltar que sus evidentes carencias presupuestales no deberían considerarse una limitante, sino una virtud. Especialmente cuando el lenguaje audiovisual contemporáneo atraviesa un proceso de homologación, en el que la gran mayoría de las películas y series de televisión tienen la misma apariencia astringente y pulcra.

Esto no es decir que la obra que se ostenta orgullosamente como “la primera película de Campeche” sea un trabajo “feo” -adjetivo limitado y perezoso- o “barato”, sino que porta su pobreza como un distintivo de independencia genuina que no se sujeta ni a los parámetros del cine comercial, englobado aquí bajo la etiqueta de la casa productora “Videocine”, ni de los criterios de festivales nacionales e internacionales, que buscan una mirada exotizante de la cultura nacional y abiertamente explotadora de los problemas nacionales, ejemplos de los cuales sobran y están presentes en dichos eventos cada año.

Con el mismo espíritu de Ed Wood Jr., cuyo Plan 9 from Outer Space (1959) aparece en una secuencia del filme, el cineasta Max del Río funge no solamente como director, sino como escritor y editor de La película en la que un joven oriundo de Campeche llamado Tomás Cruz no estudia ni trabaja y dedica la mayor parte de su tiempo a realizar cortometrajes que no tienen ninguna otra intención más que la de saciar sus impulsos creativos, anteriormente celebrados por sus antiguos compañeros de preparatoria, quienes ahora lo miran como el resto de la sociedad: con profunda condescendencia y hasta cierto punto, lástima, tal como le sucedió al joven Ed Wood.

Al no empatar con los paradigmas comerciales ni artísticos del cine mexicano contemporáneo, de los cuales La película hace un puntual escarnio, el espíritu creativo de Tomás Cruz y del proyecto mismo encuentra sus fortalezas en la construcción de esa crítica. Se apunta al arribismo del cine hecho para festivales extranjeros, tan adeptos a la explotación de la miseria nacional -que no es poca- y lo que asume como un humor descerebrado de las películas comerciales.

La desfachatez y sorna con la que el cineasta Max del Río ironiza sobre los proyectos que reciben apoyos culturales, como su cortometraje sobre un niño maya y un niño español que se hacen grandes amigos con el que Tomás pretende ganar un premio estatal, remite a la naturaleza corrosiva de Ok está bien (Gabriela Ivette Sandoval, 2020) y la de su protagonista, otro perpetuo adolescente que se niega a “madurar” si eso implica comprometer la pureza de su “visión”. En ambos casos, lo que se defiende es una forma de creación libre, ajena a cualquier criterio de valor o de rigor, que ciertamente tiene derecho a existir, pero también asume la obligación de ser sujeta al juicio, en el que se incluye un tajante rechazo.

Sin embargo, un trabajo como La película encuentra su mayor virtud al asumir sus complejos y portarlos con orgullo y así, envalentonado, soltar golpes a diestra y siniestra como si estuviese en una intensa sesión de slam al ritmo de Panteón Rococó que termina en un tumulto grabado con un celular: de tres golpes lanzados uno llega a su objetivo, pero con ese es suficiente para, al menos, lesionar a los rivales anónimos. Sin embargo, La película termina en una nota diferente, una que renuncia a su belicosidad y que más que resignarse a la vida “adulta”, potencia su melancolía, reafirmando que el acto creativo va más allá de lo cinematográfico y que el cine no es más que una demandante y celosa ilusión, que para poder participar de ella nos exige renunciar a ese otro gran espejismo que conocemos como “adultez”.

Cada quien es libre de elegir qué fantasía quiere perseguir. Tomás Cruz es tanto “cineasta” como La película es “una película, película”.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)