‘La habitación’: Universos de cuatro paredes

¿El mundo existe por sí mismo o somos nosotros quienes los creamos? ¿Cómo saberlo? Cómo entender hasta dónde el ser humano es independiente de sus pensamientos y acciones y, a partir de qué punto es la sociedad la que dicta el orden de los factores alterantes del producto. De la niñez se habla mucho pero se sabe poco. Todos hemos sido bebés, pero nadie es capaz de describir lo que se siente serlo.

Hablo de la infancia porque es en este punto donde se crean las bases sociales, culturales y psicológicas que acompañaran al ser humano por el resto de sus días; incluso más allá. ¿Pero es ese mundo en el que nacemos enteramente nuestro? ¿O nos lo van inculcando? ¿No son las enseñanzas el punto de vista de alguien más, qué a su vez, está premeditado por su contexto de quienes le inculcaron esos preceptos?

La habitación (Room; Lenny Abrahamson; Irlanda-Canadá; 2015) nos cuenta la historia de Jack (Jacob Tremblay), un niño que ha pasado los primeros años de su vida encerrado en una habitación, extraído del mundo exterior, educado únicamente por su madre (Brie Larson), quien vive en el mismo encierro, y expuesto a la doctrina de la televisión, donde todo y nada sucede, a la vez que lo real y lo irreal se mezclan en un cóctel incomprensible para un niño de su edad.

Esa habitación es todo su mundo. Lo que hay detrás de las paredes no es más que el espacio exterior. Otro planeta.  Desconectado al nuestro (el suyo) que ignoran que dentro de esas cuatro paredes está sucediendo la vida. La antropología, la pedagogía, la sociedad, su psicología, todos sus estudios, todas sus teorías; todas las dudas y conjeturas de la humanidad en un pequeño planeta de apenas unos metros cuadrados, donde un niño es el rey, el amo, el Dios que lo ha abandonado.

Habrá posibilidad de salir del encierro (encierro que él desconoce, pues, no ha vivido nunca la entera libertad)  y el pequeño se enfrentará a la ignominia del planeta tierra, de su farsa realidad y de la hipócrita cortesía de los ciudadanos del mundo actual.

El cerebro, y su capacidad para aprender, retener, olvidar, o no, es el amo y señor de la política interna, y externa. Pues en él, y sus juicios y prejuicios, habita el materialismo histórico propio que permite, o no, tener un dialogo con el pasado, presente y futuro.

Room parece ser una cinta profunda, densa y de cuestionamientos dolorosos y sagaces. Sin embargo, su tono flaquea en una zona álgida del metraje; la anécdota se esfuma en aire, perdiéndose en nubes grandes y negras. Lo que implicaba una temática para la admiración, termina por perderse en su propio laberinto de inacción. Nada sucede, a final de cuentas, pues el término feel good movie soslaya su fétido aroma.

Del mundo de las cavernas, con la profundidad filosófica que conlleva, y merece, damos un salto cuántico al mundo de las telenovelas, con su superfluo tono melodramático. La culpa comienza a volverse el objeto punzocortante con la que el director nos quiere marcar la cara; y están los que son capaces de esquivarlo, pero hay un cierto público, ya tan ensimismado, que dejará herirse los lagrimales. Por supuesto que la temática de la cinta es fuerte, real y avasalladora, pero una cosa es querer retratar la cruda realidad para abrir las mentes de los durmientes, y otra explotar la nota amarilla para convertir los boletos de la taquilla en pañuelos desechables.

La cinta se va diluyendo conforme avanza, y de un suspenso hipnótico caemos en un especial para la televisión sobre la violencia de los Estados Unidos de América. La metáfora se pierde, se olvida, se vuelve un corte y queda, sucio y plano, sin demasiada textura. La voz del niño era fuerte, enternecedora y reveladora. Conseguía su propósito, pero de pronto se olvida, y cuando regresa, ha perdido su fuerza. Ha perdido el honor que merecía pues lo que narra ya ha quedado en el pasado.

Material oscareable a la vista. Material para el olvido. One hit wonder, pero de esos, que ya no se bailan en las fiestas.

Por Ali López (@al_lee1)

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