La gran belleza: El retorno a las raíces

And so it was I entered the broken world / To trace the visionary company of love.
Hart Crane, The Broken Tower

En la dinámica de la enajenación no existe un aislamiento absoluto. Abandonar el mundo o a uno mismo es imposible porque el cuerpo obstaculiza la soledad. El físico es necesidad. Alimentarse, cubrirse, hablar, amar, son requerimientos que el cuerpo impone al espíritu y que nos hacen humanos incapaces de abandonar la comunión, y sin embargo hay heridos que no dejan de intentarlo, movidos por un dolor interno. Jep Gambardella (Toni Servillo) pretende ignorar en La gran belleza (La grande bellezza, 2013) a William Faulkner cuando dijo que el pasado nunca está muerto. Ahogado por un estilo de vida donde la fiesta y el baile son distracción, el verdadero Jep está siempre guardado, discreto hasta que la exasperación que le causa la mentira lo hace hablar con la verdad.

Paolo Sorrentino presenta en su cinta una celebración de la honestidad mediante el desprecio a lo banal. La Roma de Federico Fellini en La dolce vita (1960) sigue decayendo con fiestas pobladas de excéntricas figuras obsesionadas con el placer. El conocimiento aquí es una herramienta de seducción, y la feminidad, un templo hedonista. El amanecer es muerte de la fiesta y del instinto; la noche, de la prudencia y el decoro. Jep convive con este mundo pero no es parte de él, aunque tampoco actúa como él mismo. Adaptado a su medio, Jep tolera a intelectuales de biografía inventada, imitadores del gran arte, estetas de la selfie, pero no los valida porque sabe reconocer lo falso. “A mí no me embauca”, le dice a una artista del performance incapaz de teorizar su obra: azotarse desnuda contra una pared.

Cuando Jep se entera de que una antigua novia ha muerto pero que siempre lo amó, Sorrentino expresa la génesis de la huida: Jep fue abandonado por ella sin explicación y, enlutado, decidió escapar de sí, convertirse en “el rey de los mundanos”. El hombre que  baila La colita en las bacanales no es el que escribió una obra maestra de la novela italiana, su único libro. Si algo queda de su antigua inocencia es lo que le permite encontrar la pureza en las monjas. Vestidas de un blanco intenso que refleja la visión de Jep, estas figuras simbolizan una distancia con la virtud y un anhelo reprimido como el de Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) en (1963), de Fellini, que se introduce en sus recuerdos de una vida más tierna cuando el ruido a su alrededor le pesa. Sorrentino, como Fellini, explora la nostalgia y la necesidad de comulgar con uno mismo como la meta de un aparente cínico, que esconde tras su participación en el exceso el don de la sensibilidad.

Las imágenes largas y luminosas de Luca Bigazzi ayudan a compartir la visión de Jep, que describe como esencia de Roma lo grotesco. La edad del cuerpo y sus torpes intentos por bailar como veinteañero revelan no el vigor, sino la inmadurez de los romanos de Sorrentino. Para él y para Jep, acaso un sustituto visionario, entre la “vorágine de la mundanidad” la mentira es asco y abuso. Una escena donde una niña es forzada a pintar en un estilo similar a Jackson Pollock resume la repulsión del protagonista y de su creador ante una concepción casi esclavista de la belleza. Mientras la niña llora y pinta su berrinche, Jep y su amante, Ramona (Sabrina Ferilli), entran por una puerta mágica tras la cual se esconde la belleza del clasicismo italiano. La comparación resume la búsqueda de Jep de manera expresionista: así como se escabullen Ramona y él de la fiesta, Jep debe huir del presente, donde vive como una creación de sí mismo, al pasado, cuando su personalidad fue auténtica.

Como los flamingos que se aparecen en su terraza, Jep debe reconocer que está de paso, migrando, y, concluido el viaje al Norte, en camino de regreso. Cuando una monja considerada santa (Giusi Merli) sopla hacia los flamingos, éstos vuelan y Sorrentino propone la virtud de una mujer que piensa que la pobreza no se cuenta, se vive, y que come sólo raíces porque éstas son importantes. Lo que busca Jep está en el retorno, más allá de la nostalgia, hacia la identidad verdadera. Si uno se deja construir por el mundo y por el trauma, la melancolía lo captura, pero la gran belleza reaparece en el reencuentro, el abrazo, entre el ego auténtico y la realidad.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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