Los momentos históricos tienden a definir la personalidad de generaciones enteras. El carácter de la humanidad, sin embargo, permanece intacto. Ya sea que maten los persas, los franceses, los chinos; la tierra nunca está desnutrida de cuerpos, aunque las ideas por las que matamos constantemente cambien.

El idealismo – como le llaman a la justum bellum  o guerra justa– es un virus que satisface a nuestra consciencia e insensibiliza nuestro corazón ante la imagen de un muerto que se resbala de la espada con que le robamos el aliento. Nuestra sed de sangre sólo es tan grande como nuestra necesidad de una justificación.

Desafortunadamente para William Shakespeare, cuyo Henry V apareciera en el cine en 1944, de la mano del actor, director y productor, Laurence Olivier, los tiempos de quien se considera su mayor intérprete arrancaron la verdad de un relato que presentaba a un rey maquiavélico y sutilmente inhumano, para convertirlo en un héroe que inspirara a los ingenuos soldados ingleses, tras meses de invadir la Francia ocupada por Hitler.

La corrupción idealista desvirtuó el sentido de un texto que pretendía revelar la condición humana –como el resto de la obra de Shakespeare–, tornando la guerra y las maquinaciones que la provocan en un ejercicio pálido, lleno de bondad y gentileza por parte de un rey, quien gentilmente envía a sus hombres a morir por un pedazo de tierra –Francia, en una calculada coincidencia– mientras él, con la nobleza desbordándose de su porte,  se lleva la gloria y la chica.

Este comportamiento es inevitablemente de cine de propaganda, lo cual hace a la película de la Inglaterra de Churchill tan reprobable como los filmes de la Alemania nazi; sin embargo, hay un elemento en común entre las obras de la embellecedora del régimen hitleriano, Leni Riefenstahl, y el defensor de los mejores valores de la corte de George VI: la creatividad como una breve y valiosa fuga de lo que podría ser sólo una lavadora de cerebros.

Riefenstahl aseguró la trascendencia de sus cintas Triumph des Willens (1935)y Olympia (1938) con la mera belleza de sus imágenes, mientras que Olivier se valió de su habilidad como traductor del lenguaje dramático al cinematográfico, para diluir la discusión moral y mantener el asombro a lo largo del tiempo.

Citizen Kane (1941), de Orson Welles, acababa de hacer una revolución importante en el lenguaje del celuloide cuando Olivier agregó una serie de vocablos muy relevantes con Henry V al empujar los códigos de la narración en el cine mediante el uso de la audiencia teatral como el hilo conductor de las imágenes, pues la trama proviene de los actores y del texto.

Al comienzo de la cinta, Olivier nos presenta una puesta en escena de la obra original, que cuenta, incluso, con la presencia del mismo Shakespeare. Como en el texto teatral, al inicio, un coro pide a la audiencia que use su imaginación para completar las limitaciones que imponga el escenario. La perspectiva de la audiencia de Olivier propicia que con cada escena el espacio se engrandezca hasta que la tarima es reemplazada por grandes campos naturales y  el mise en scène adquiere un colorido más fuerte, medieval, que cobra vida por completo cuando se acerca la batalla de Agincourt, donde Henry V pronuncia su famoso discurso del día de San Crispín ante miles de extras.

Una apología de la cinta de Olivier aseguraría que el director creó una colosal metáfora, mostrándonos la percepción de la audiencia, tanto del ambiente como del personaje, lo cual explicaría el falso carácter patriótico que se le ha adjudicado, no sólo a la cinta, sino también al texto de Shakespeare. Pero el momento histórico lo delata. El zeitgeist se apoderó de la obra y, con su forma, Olivier hizo lo posible por rescatarla.

Este intento parece haber creado, más bien, una ironía, pues tal como la forma del discurso de San Crispín oculta la crueldad de las intenciones de Henry V, la cinta de Olivier maquilla una campaña de propaganda con la belleza de su dirección.

Sólo el talento de un artista puede hacer trascender a una obra que “inocentemente” promueve la masacre. Las consecuentes adaptaciones shakesperianas de Olivier, Hamlet (1948) y Richard III (1955), considerablemente más honestas que Henry V, comprobaron una visión más independiente que se escondió para apoyar a las tropas cuando lo necesitaban. A final de cuentas, tampoco sería correcto deprimir a los hombres que se sacrifican por algo que creen que es justo, sobre todo cuando no había otra forma de detener la tiranía nazi.

Pero tampoco es justo convertir en panfleto de propaganda a una obra que pretendía hablar de un hombre y no de un símbolo. La discusión sobre el respeto a la visión de un artista es tan vasta como las razones por las que aceptamos cosechar el fuego en un campo extranjero. El tiempo no nos alecciona y tampoco las víctimas, pero el arte, ya sea con la consciencia del isabelino o con los artefactos de su intérprete de la era atómica, sobrevive para hacernos reflexionar o deslumbrarnos ante nuestra capacidad de entender y sentir, más allá de lo que nos corroe nuestra fuerza para destruir.

Por Alonso Díaz de la Vega Tinoco

    Related Posts

    Vean la escena perdida de ‘Los cazafantasmas’
    FICM | ‘Macbeth’ de Justin Kurzel
    Nuevo clip y entrevistas sobre ‘Macbeth’, con Michael Fassbender
    Las tres brujas profetizan el ascenso de ‘MacBeth’ en este clip
    Una conversación con Matías Piñeiro sobre ‘La princesa de Francia’
    Primer tráiler de ‘Macbeth’, de Justin Kurzel

    Leave a Reply