La civil y el homenaje a la praxis amorosa

Eran pelos, sí. Pestañas. Tenía en la palma de la mano
párpados secos, con sus respectivas pestañas.
Mariana Enríquez

Los espacios y los tiempos se desdoblan en posibilidades en donde unas son menos violentas para habitar que otras. Nos tocó México con todo y sus aristas, con todo y sus manifestaciones de muerte y con todas las violencias expresadas. La creación de mundos posibles en donde el terror está presente es tan vasta que parece infinita; esa creación va desde la corporalidad real, hasta creaciones de búsquedas plásticas de las que estamos inundados y rebasados.

La civil (2021), ópera prima de Teodora Mihai, es una narración que se desarolla en el escenario que no por sabernos de memoria, es menos doloroso: el narcotráfico, la trata de blancas, los secuestros, la tortura y la extorsiones. En la primera media hora el planteamiento parece no diferir de todos los otros productos inscritos en este escenario; sin embargo, cuando las decisiones comienzan a ser distintas, cuando Mihai decide explorar los espejos de los mundos posibles, ahí donde otra praxis es posible, la película comienza a tomar un rumbo que se aleja de todos esas creaciones uniformes difíciles de distinguir.

Es en la gestualidad y en lo sutil en donde La civil destaca, porque es ahí donde se manifiesta el dolor y la angustia. El mundo afuera continúa mientras que el propio mundo se revienta. Después del secuestro de su hija, Cielo (Arcelia Ramírez) intenta recuperarla siguiendo las instrucciones de los secuestradores (uno de ellos interpretado por Juan Daniel García). Después de los pagos infructuosos el tiempo se expande, se expande y se llena de negrura, se expande sólo para hacer más larga la angustia y más oscuro el horizonte: La espera que no termina, el abismo de la locura y el terror. El deambular por las instituciones mexicanas, tan llenas de ineficiencia como de burocracia; navegar entre muros de desaparecidos, de las fichas con fotografías, de los días que pasan y no pasan porque el tiempo se detiene. Atravesar la tierra seca del odio y la desolación entre cuerpos olvidados y abandonados en la morgue, entre huesos, restos, cabezas y manos que nunca volverán a estar juntos, que nunca tendrán un lugar par ser visitados.

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Los cuerpos de los muertos son tantos y tan diferentes como los cuerpos de los vivos, que son también cifras, que tampoco tienen nombre, que tampoco tienen rostro. La civil dialoga con una aparente dicotomía maniquea para darle profundidad a algo a lo que ya nos acercamos con naturalidad perversa. Y si La civil se pregunta también por los otros rostros, el de los secuestradores, el de los asesinos, entonces también abre horizontes en donde encuentros afortunados pueden pasar. Ese encuentro es entre Cielo y el Sargento Lamarque (Jorge A. Jiménez), que pactan un acuerdo de ayuda para encontrar a la hija secuestrada. Si es posible pensar y vivir un escenario lleno de desolación, es posible habitar y crear uno en donde un soldado busca la mejor de las praxis posibles.

Ni aquí deberían estar tan contentos, ni allá tan tristes”, dice Lamarque, mientras van de cacería con las pistas que la detective Cielo ha recolectado con sus propios medios. Y es también Lamarque quien otorga a la película el único momento en el que la tensión se desarticula a través del humor, de la anécdota (el planteamiento que Leos Carax propone en la primera parte de Annette y que Hannah Gadsby alcanza en Nanette). Ese respiro se agradece porque después la tensión no cesa. Mihai y Marius Panduru (cinefotógrafo) llevan la cámara no sólo con solvencia, sino de manera precisa –que por momentos nos recuerda a Los niños del hombre (Cuarón, 2006) o el plano secuencia dirigido por Cary Fukunaga en True Detective (2014)– en secuencias de persecusiones, tiroteos y breves pero afilados momentos en donde el terror está presente: cabezas degolladas, manos en fosas clandestinas y habitaciones de tortura; tal vez lo que nos dice La civil es que si miramos bien, el terror está sobre nuestros hombros, en la punta de nuestros dedos. Y así como palpamos el terror y nuestra saliva se vuelve un metal pesado y agrio, tal vez la manera en la que podemos salir de ahí es acompañados de gestos de amor: “Dime cómo te llamas. No te preocupes, ahorita llamamos a tus papás. ¿Te sabes su número?”.

Sin embargo, en un declive, Mihai nos lleva a la confrontación de Cielo con el secuestrador para exponer un diálogo acerca de la hombría y la dignidad humana. Un diálogo tal vez moralino que pierde su potencia por la desequilibrada dirección de actores. Si bien Ramírez tiene momentos precisos, los primeros minutos, así como esta secuencia se ven mermadas en contraste con Juan Daniel García, quien tiene un dominio tan pleno, que la película se recarga en él.

En algún momento se regresa a la vida, a lo cotidiano. Cielo regresa, de alguna manera, aunque algo se perdió para siempre. ¿Pero qué pasa con todxs aquellxs que no pudieron hacer una praxis de reivindicación, los que no pudieron ser detectives, los que no encontraron un mejor mundo posible, a los que la muerte también les arrebató los deseos de vida? Cielo es otra después de la pérdida, de la incertidumbre, del coraje, del abismo y del terror, por eso, la secuencia final es un aliento necesario, no sólo para la película, para el género –que nos hace volvernos a interpelar si es necesaria la ficción en aquello que es abyecto–, para una forma de esperanza; sino para Cielo que puede sentir algo de calidez en la miseria de la sangre. No así para Miriam Rodríguez, asesinada en 2017 o los padres que siguen buscando a sus hijxs.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@mariodelacerna)