‘Isla de perros’: La fidelidad del colmillo

“Los japoneses son, a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables… leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y abiertos a nuevas formas, preocupados excesivamente por el qué dirán y, sin embargo, propensos al sentimiento de culpa, incluso cuando los demás no saben que han dado un paso en falso.”
Ruth Benedict, El crisantemo y la espada

La cultura nipona ha ejercido una fascinación notable sobre el imaginario occidental por su pulcritud, su orden, su refinado sentido plástico así como la riqueza y amplio rango temático de sus narrativas y sus formas, sin embargo, el acercamiento de Occidente usualmente se ha dado desde una perspectiva foránea y un ojo exotista. La imagen que se tiene de Japón es la que reduce sus contrastes a la era feudal y la híper modernidad, ambivalencia que se erige en el centro de Isla de perros (Isle of Dogs, 2018), la nueva película del consumado esteta Wes Anderson que abrió la más reciente edición de la Berlinale.

La trama es tan simple y bella como un haiku: un niño busca rescatar a su perro de una isla en la que todos los canes han sido expulsados por ser portadores de un peligroso virus. Anderson toma esta noción como guía central para desarrollar una narrativa que, aunque lineal, resulta por momentos confusa sobre la que impone su tradicional firma: planos simétricos, minucioso diseño de producción, sensibilidad y humor patetista, además de su usual amplio ensamble de actores (Murray, Goldblum, Balaban, Norton, Keitel, Swinton), a los que se unen los talentos vocales de Greta Gerwig, Scarlett Johansson y Bryan Cranston.

El montaje de Anderson es brechtiano en sus juegos formales, particularmente con el lenguaje de los personajes y su estilo se halla fuertemente influenciado por el brillante titiritero japonés Kihachiro Kawamoto (Kataku, 1979; Dojoji Temple, 1975) y desde luego por el colosal kaiju artístico de Akira Kurosawa, cuyos personajes y bandas sonoras (El ángel ebrio, 1948; Los siete samuráis, 1954) inyectan valioso volumen en la visión de Anderson.

A diferencia de El gran hotel Budapest (2014), en el que una frenética narrativa apenas daba espacio para absorber los detalles de su puesta en escena, aquí Anderson abre brechas narrativas lo suficientemente amplias para apreciar a detalle sus cuadros, el problema es que tales brechas se concatenan en un tercer acto que se percibe apresurado y anticlimático, disruptivo para los tradicionales estándares de control en el cineasta tejano.

Isla de perros no es un retrato fiel de Japón, así como Coco (2017) no es un retrato fiel de México. Creer que cualquier relato, crónica o investigación social o antropológica –como la de la antropóloga Ruth Benedict citada al inicio de este texto– puede definir y apropiarse en su totalidad una cultura, es, en el mejor de los casos, ingenuo. En todo caso, hay rasgos y percepciones, estilizadas y digeridas por formatos y esquemas mentales definidos y formados por una cultura particular.

Hay aspectos de la cultura que eluden incluso a los miembros que pertenecen a ella. No vemos Isla de perros en busca de una experiencia de realidad, buscamos, ante todo, una experiencia lúdica y estética, terrenos en los que Wes Anderson se ha consagrado con creces ante las audiencias internacionales.

Sincretizando nociones artificiales de modernidad y tradición, Isla de perros es un producto bellamente diseñado pero no muy bien narrado, tierno pero distante, elegante y sucio, sobrio pero juguetón, accesible e incomprensible. Una contradicción de sí mismo, como la descripción de un foráneo de un fenómeno local, sea la de una antropóloga o la de un cohibido cineasta que solo pretende hablar de la fidelidad que inspira algo tan voluble como un par de colmillos.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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