Cabos | La Noche de Fuego de Tatiana Huezo

Tras la proyección de La civil (Teodora Mihai, 2021) en la sección Una Cierta Mirada del más reciente Festival de Cannes volvimos a preguntarnos sobre la pertinencia de hacer una ficción sobre la violencia y la muerte que trae consigo el narcotráfico: ¿puede ser traducido o ser representado lo abyecto manteniendo un firme suelo ético?

Noche de fuego (2021) es la primera ficción de Tatiana Huezo después de sus trabajos documentales de larga duración –El lugar más pequeño, 2011 y Tempestad, 2016– y es un trabajo que sucede –a diferencia de La civil– en una pequeña comunidad de la sierra occidental. Esta diferencia es importante porque la manera de abordar la violencia que tiene el mismo origen enriquece ambas narraciones. La mirada de Huezo es fina, sutil y afilada; si bien Noche de fuego es una ficción, la película bebe del documental en la manera de encuadrar y en la manera de dejar libres ciertos momentos para que se desarrollen en su organicidad.

La transición de Ana (Ana Ordóñez de niña con una actuación sólida y entrañable y Marya Membreño de adolescente) se asume desde una horizontalidad que permite ver las aristas que van abriendo a su paso sin colocarnos en la conmiseración. Se vive, se inventa, se crea, se juega, se estudia y se ama con lo que se tiene y lo mejor que se puede. Es desde esta horizontalidad que la relación de Ana con sus dos amigas se vuelve amorosa y cómplice, son sus amigas quienes la hacen fuerte ante pequeñas pero simbólicas tragedias; es con ellas con quienes los juegos telepáticos funcionan porque hay intimidad, confianza y transparencia; es con ellas con quien se acompaña en la enfermedad y en las confesiones.

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Si bien la violencia y la muerte es una lengua caliente que inunda el silencio con su hedor, un hocico que nunca duerme, Ana, su mamá, sus amigas y la comunidad, la revientan, la fisuran, la transgreden como la sangre lxs transgrede a ellxs; y la transgreden con el cotidiano, con la mirada, con la complicidad, con la tristeza y con la risa. Sin embargo, hay presencias que siempre serán necesarias, que después de su desaparición, se llevan algo que nunca vuelve a su sitio, que ya no encaja en el tiempo. Los objetos sólo tienen significado por aquellos que les dieron vida; por ello, las niñas mantienen la casa limpia y ordenada después de que Juana dejó un eco de oscuridad.

El contraste entre el olor a sangre, metal y pólvora es lo que palpita desde lo orgánico: en los paisajes en los que la niebla le saca luz a las montañas. La comprensión de lo natural es tan importante que en una secuencia una niña, en su exposición, establece sin ningún tipo de duda que las piedras como seres vivos; las narraciones que permanecen y resuenan en las rocas de Apichatpong Weerasethakul (Memoria, 2021) podrían dar cuenta de ello.

Mientras tanto, el mundo adulto tiene sus propias reglas, sus propios espacios y sus propias preocupaciones. La estética se vuelve el lugar de reunión, organización y complicidad que ocupaba la cocina (Retrato de una mujer en llamas, Céline Sciamma, 2019) y es ahí también el espacio para desbordar aquello que no se puede en el exterior. El mundo adulto también es el de los profesores, que con un grupo de todas las edades, debe hacer que todxs aprendan, y más que aprender, enseñar a la mirada a ser crítica, solidaria e incendiaria. Sin caer en la cursilería de Voces inocentes (Luis Mandoki, 2004), ni en el reclamo lacrimógeno de La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), Huezo coloca el trabajo de la docencia como herramienta, como cariño, como cuidado y, también como sobrevivencia; para seguir enseñando es necesario estar vivo y si algo se juega constantemente ante la estrategia de terror del narcotráfico, es la materialidad del cuerpo.

¿Qué pasa, nos preguntábamos en La civil, con todxs aquellxs que no pudieron hacer una praxis de reivindicación, los que no pudieron ser detectives, los que no encontraron un mejor mundo posible, a los que la muerte también les arrebató los deseos de vida? La reivindicación de Cielo parte de lo individual y con encuentros afortunados. La reivindicación de Noche de fuego apuesta por el colectivo, por las barracas incendiando la rabia, por el profesor y los vecinos y el barrio alimentando ese fuego. Por la organización y poner el cuerpo en juego, pero esta vez, desde la propia voluntad y no la del otro. Pero también existe otra posibilidad –siempre existe otra posiblidad–, una en la que el colectivo no se puede asumir, donde la urgencia es otra, es distinta y que no se juzga. El autoexilio, decidir habitar otro espacio antes que la entraña pestilente de la carne pudriéndose, es una elección no sólo valiente, sino necesaria. El incendio que abrasa la noche, acompaña a quien se va en una camioneta con maletas improvisadas, pero con el fuego de lxs nuestrxs acompañándonos. Con una amiga y una madre a nuestro lado.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@Mariodelacerna)

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