‘Foxcatcher’: El sudor de los zorros

Los deportes suelen mostrarse como arenas simbólicas en las que distintas dinámicas de dominación y poder se materializan en un duelo netamente físico, sea a nivel político en eventos deportivos de talla mundial como los despampanantes Juegos Olímpicos o sea a nivel meramente humano como un “inocente” juego de futbol o el frugal contacto cuerpo a cuerpo presente en la lucha libre o de manera mucho más refinada y táctica, en la lucha grecorromana.

Uno de los deportes clásicos, que nació en el esplendor de la cultura griega, no solo como una expresión de servicial sagacidad a disposición de fuerza bruta, sino también como un ejercicio de vanidad, hombría y velado homoerotismo. La permanencia de tal deporte en el imaginario universitario estadunidense parece apuntar al sometimiento como herramienta de dominación no solo física, sino también cultural. Este anhelo triunfalista empuja a los personajes centrales del gélido y angularmente viril drama Foxcatcher.

El cineasta estadunidense Bennett Miller, director de Capote (2005) y la estupendamente ágil parábola deportiva Moneyball (2011) y que se hizo acreedor al premio como mejor director en la pasada edición del Festival de Cannes, presenta la historia de los hermanos Schultz, luchadores grecorromanos olímpicos, que se ven involucrados con el esquizofrénico multimillonario John Du Pont, dueño de una propiedad en la que entrena luchadores, aunque el no tenga ningún vínculo con ese deporte más que su obsesiva afición. Labrado en inquietante y glacial ritmo, el filme de Miller pretende ostentarse como una aguda revisión de las aspiraciones y deseos que corren en la elite norteamericana, terminando con un excepcional bosquejo al que definitivamente le hizo falta tiempo y una visión de mayor profundidad y alcance temático, como la alcanzada por el californiano Paul Thomas Anderson en su, ahora seminal, filme Petróleo sangriento (There will be blood, 2007).

El distanciamiento que Miller impone a sus personajes de la audiencia impide una empatía innecesaria que convierte a sus personajes, de un delicado desarrollo en el guión de Dan Futterman y Max Frye, en arquetipos que reinterpretan una negra pieza específica de historia localista en algo más universal, tomando como escenario la ya comentada lucha grecorromana y acuñando sobre esta el duelo que se da entre dos tipos distintos de mentores por un parco, silente y furioso atleta que busca representar a toda una generación autómata y salvaje.

La dinámica desarrollada entre los hermanos Schultz y Du Pont, se mueve misteriosamente de los derroteros de un animal pero tierno paternalismo a un subrepticio deseo erótico encubierto por un estricto pero inexistente coaching y neurótica necesidad de adulación y aprobación. David Schultz, interpretado con dura sensibilidad por Channing Tatum, el ídolo juvenil responsable de incontables menarcas prematuras, haciendo una lectura de Mark como un joven devorado por un sistema que impone la victoria como dogma, carente de afecto paternal y con un voraz deseo de ser aprobado por figuras de autoridad. Habiendo cultivado por años autodesprecio sublimado en talento deportivo, cuando Mark falla a esos padres postizos, su agresividad se vuelca contra el mismo, sea atiborrándose de comida o golpeando su rostro con profundo odio. Miller y Tatum presentan la indeleble sensación de mediocridad como el motor a la explotación corporal a nombre de un momento de gloria que como una ola, llega con aplastante brío para disolverse con rápida calma.

Los padres postizos de esta noble, pero confundida bestia se encuentran en dos polos radicalmente opuestos del mismo espectro: por un lado, el hermano mayor de Mark, David, encarnado con insondable calidez e inteligencia por el brillante Mark Ruffalo, que define como es la interacción con Mark desde esa apabullante y familiar lucha en los primeros minutos del filme.

Sin embargo, la familia de David (Sienna Miller y unos chilpayates) lo alejan de su hermanito que busca refugio en el mediocre, solitario y emocionalmente agonizante multimillonario John Du Pont, interpretado por una narizota de látex y Steve Carell. A pesar de lo escandaloso del maquillaje, Carrell canaliza su incomodidad y patetismo natural, asfixiándolo aún más, para dibujar tenuemente las patologías de Du Pont, ávido de ser respetado, que no amado, y reconocido por su madre, una rígida e hipofílica anciana (la titánica actriz británica Vanessa Redgrave) que denosta a la lucha como un “deporte bajo” y que solo considera la caza a caballo un deporte digno.

La perversión se trastoca y permanece como una latente tensión entre John y Mark, sea en sus nocturnas e improvisadas sesiones de lucha, así como las celebratorias ceremonias y execrables vídeos narcisistas organizados por Du Pont para sí mismo, un hombre tan desvanecido y transparente como su talento y capacidad personal, un rotundo fracaso que germina falsas victorias. Todos ellos, indefensos y orgullosos zorros, fatigados y finalmente alcanzados por el corcel de un victorioso pasado.

Aunque no sea del todo exitosa y tan profunda como pretende ser, Foxcatcher es un asomo al abismo laudatorio que crece dentro de cada ciudadano que se masturba frenéticamente frente al ansía de victoria y triunfo germinada por paternalismo que destruye el afecto y lo reemplaza con creencias y obsesiones personales que culminan en el más terrible de todos los fracasos: el odio inherente en la dominación.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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