‘Fleabag’ o las historias que nos contamos

Todos tenemos un monólogo interno sonando perpetuamente dentro de nuestras cabezas. Un monólogo que a veces puede ser elocuente y a veces errático; una vocecita por medio de la cual nos juzgamos implacablemente o intentamos justificarnos. Un hilo conductor para nuestra ansiedad, dudas, miedos. Un contenedor para el torrente de emociones que nos atraviesa ininterrumpidamente. Pequeñas acotaciones para la vida. Las cosas que, sin necesitar ser dichas en voz alta, nos decimos a nosotros mismos.

Podríamos decir que cada quién es su propio narrador, cada quién se cuenta a sí mismo su propia historia. Es a esta narración personal que alcanzamos a asomarnos en Fleabag. Mientras acompañamos a la protagonista (Phoebe Waller Bridge) en su cotidianidad, nos convertimos en sus cómplices al presenciar tanto fragmentos de su autonarración como la aparición inevitable de recuerdos. Los primeros en muchas ocasiones intentan suprimir a los segundos, volverlos menos densos, menos dolorosos.

El recurso más distintivo de la serie es su ruptura de la cuarta pared, con la que se distinguen estos momentos de narración interna. Como espectadores, tenemos un acceso privilegiado a la mente de Fleabag, a aquello que decide omitir, a sus verdaderas opiniones de alguna situación y a las reacciones que reprime. Sin embargo, esto no significa que estemos viendo una narración completamente confiable. Como cualquiera que haya ido a psicoanálisis sabrá: para comprendernos mejor hay que hurgar en las historias –y las mentiras– que nos contamos a nosotros mismos.

La protagonista hace las veces de un comic relief para sí misma, trata de mantenerse a flote banalizando el dolor, satirizando las situaciones incómodas que la rodean, mofándose de todos los que le han dado la espalda. El humor es una forma de evasión, sí, pero aún más importante: es una forma de resistencia. Así somos testigos de sus estrategias para interactuar con un padre emocionalmente ausente, una hermana siempre a la defensiva, un cuñado violento, un desfile de hombres con quienes falla al conectarse: ella encuentra en el humor un motor para transitar por el mundo y también un medio de protección impenetrable para cualquiera de los personajes que la rodean –hasta el final de la primera temporada.

Para poder apreciar realmente los alcances de este recurso en Fleabag es necesaria una lectura de un todo conformado por dos partes –dos temporadas–. La ruptura de la cuarta pared, en lugar de convertirse en un elemento reiterativo, se transforma a la par de la transformación de la protagonista en la segunda temporada. El mundo como lo conoce Fleabag, su manera de ver las cosas y de verse a sí misma, comienza a desmoronarse poco a poco tras el encuentro con un otro frente al que no puede seguirse evadiendo. Es entonces donde la serie logra realmente desprenderse de sus orígenes como puesta en escena teatral permitiendo que el lenguaje audiovisual evolucione con su personaje. Es así como Phoebe Waller Bridge le otorga un cierre tan contundente como satisfactorio al soliloquio de su protagonista.

Fleabag es, sin duda, uno de los productos televisivos más desafiantes que han sido realizados a la fecha, no sólo por su empleo del lenguaje audiovisual, sino también por su manera de sortear los límites establecidos por las convenciones tanto narrativas como formales. El duelo que plantea Phoebe Waller Bridge es un duelo aplastante visto desde lugares tan incómodos como la culpa, el hartazgo y la evasión. Más que a un grito doloroso, Fleabag se asemeja a un comentario incisivo, agudo, de esos que se quedan resonando en nuestras cabezas durante un largo rato. Hay distintas maneras de vivir el dolor.

Por Ana Laura Pérez Flores (@ay_ana_laura)