FICUNAM | ‘Homeland, Iraq año cero’ y el desmembramiento divino

La historia también le pertenece a los derrotados, a las micronarraciones perdidas en los relatos hegemónicos; gigantes construidos a partir de la difusión masiva, de los libros oficiales y de la necesidad de ocultar los cuerpos rotos. La historia también se puede contar desde la periferia; tal vez su virtud descansa en que los vencidos se relatan como espejos, en su reconocimiento con/en el otro, en su sentido de colectividad. Las historias pequeñas carecen de figuras que se engullen a sí mismas, que sólo alcanzan a ver la esfera de sus necesidades y sus aparentes logros. Las contra-historias descansan en un ellos que siempre se puede volver nosotros.

El cuarto trabajo de  (Regreso a Babilonia, 2002) es un documental de su familia antes y durante la invasión de Estados Unidos de América al territorio iraquí.

Primera parte: antes de la caída

La gran cantidad de material filmado y seleccionado se desglosa de manera natural, lúdica, cotidiana y sencilla; el espejo se vuelve tan orgánico que devenimos huéspedes y cómplices. El mundo sensorial es la llave de la narrativa: Fahdel entiende que lo cotidiano, que la vida, que lo fundamental de la existencia se desenvuelve en los gestos y guiños omitidos, en lo imperceptible; en lo inmediato que queda supeditado a la eterna espera del gran acontecimiento. Los grandes acontecimientos no son sin la sutileza y fundamento del continuo ahora.

Si hemos perdido la capacidad de transmitir experiencias a partir de los horrores de la guerra (Benjamin), entonces, el intento de Fahdel se encuentra muy cerca de reivindicar la oralidad: como un juglar posmoderno nos reconocemos en los pequeños rituales de su memoria plástica. La comida, una de las columnas vertebrales del mundo musulmán, es una constante en el montaje del documental; la capacidad de reproducir una experiencia se desdobla en los sentidos, en la forma básica de acercarnos al mundo y comprenderlo. Texturas, aromas, sabores, ruidos e imágenes se vuelven tan cercanos que bebemos el eterno té musulmán, o nos emborrachamos en los festejos que de tanta alegría, nos hacen olvidar el anuncio de la muerte.

La guerra se instala como una segunda naturaleza en el discurso de la familia Fahdel. Las medidas de precaución se viven y realizan como si fueran una tarea doméstica cualquiera: provisiones de comida, medicinas, refugios, instrucciones y memorias de la Primera guerra del golfo. El embargue y los tiempos de resistencia aún no están tan lejos en los recuerdos y sin embargo, se piensa en “el enemigo”, en el ataque, en las bombas y en los tiempos difíciles.

Por momentos capitular, como microrelatos, Abbas Fahdel se deja guiar por los personajes que son contingentes precisamente en su condición de no estar delimitados, de no estar construidos previamente en un argumento: la primera secuencia nos describe el espacio (nunca vacío) de reunión de la familia, una casa de clase media siempre abierta. Después, la versatilidad, alegría y potencia crítica de la infancia: la cámara en un día de juegos cualquiera (que no puede ser cualquiera por la inminencia de la guerra) donde Haidar es el centro del diálogo, de la risa, la ironía y la fuerza. Haidar, el sobrino del director, un niño apenas, se desplaza en la tensión previa de la guerra como un asteroide ardiendo en la noche incomprensible. La juventud expuesta por el universitario que debe regresar a los cultivos para poder vivir de algo y la adolescencia en una secuencia breve con la hermana de Haidar y sus primas: hablar de la muerte y el matrimonio en una imagen brillante y colorida por los hiyabs, como acompañarse en la oscura enfermedad.

Atrás, siempre atrás, como un susurro eterno, una imagen detrás de la imagen, Saddam Hussein en propaganda política, discursos bélicos-fanáticos y desfiles; un Triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935) descuidada, sin recursos, improvisada e hipercolorida. Hussein atacado por quien fuera su aliado en la invasión de Irán, curiosamente (jodidamente) por el mismo motivo: poder económico petrolero. Dios se tuvo que haber dividido para escribir el destino musulmán y estadounidense. El destino de su pueblo, según Hussein, era el enfrentamiento y la derrota del “enemigo”. El destino (siempre manifiesto) de Bush, era liberar a las naciones con la protección de dios. Algo tuvo que pasar en esa división celular divina para que humanos que no se conocían se asesinaran con odio antiguo, con rabia animal. Si dios está en la violencia, en la muerte, el hambre, la angustia y la oscuridad, se parece cada vez más al humano.

La guerra se anuncia, su rugido cimbra a Haidar mientras está en un ex refugio bombardeado. Quien nunca se ha instalado en el terror se pregunta: ¿a qué se escucha la guerra?

Fin de la primera parte

2ª parte: después de la invasión

Abbas Fahdel sale de Iraq poco antes que la invasión  de Estados Unidos de América comience y durante el transcurso de la misma no puede regresar porque las fronteras están cerradas. En abril del 2003 vuelve a Bagdad a recuperar la memoria y, tal vez con ello, resistir en unidad en la catástrofe.

La ciudad que habita se vuelve imposible de habitar. Caminar en las ruinas y en los recuerdos nubla cualquier cuerpo, desencaja las rodillas y el rostro.

Un tanque norteamericano cubre la entrada al museo de Bagdad que ya deletrea las ruinas del bombardeo: “Todo documento de cultura es al mismo tiempo un documento de barbarie”, el ojo crítico de Benjamin se adelantó al registro plástico de Fahdel. La imagen no sólo sorprende; disloca. Hablar del siglo XXI, es hablar ineludiblemente de la guerra y la apología de su discurso, de la tecnología al servicio de la economía y el poder que supone.

Acostumbrarse al estado de excepción, instalarse en la emergencia como el común denominador; vivir como si no se muriera. Haidar cuenta entre risas su refugio, el llanto, la oscuridad y la sobrevivencia. No hay resistencia más valiente que reír entre el terror, que reír con los queridos, que jugar con los amados.

Sonido directo, sin acelerar el montaje, con luz natural, Fahdel no busca el preciosismo técnico, aunque por momentos, su lente, su ojo, retiene instantes armoniosos.

Cancelar los festejos por respeto a los muertos, ¿pero los vivos no cargan con su responsabilidad, no deberían festejar el hecho mismo de estar vivos? La melancolía y el miedo parecen instalarse en todos lados, menos en los niños, menos en sus cuerpos lastimados que sonríen a la cámara, que no olvidan pero reciben la realidad sin reticencia.

En el caos, en el vacío de poder, es difícil apostar a la empatía y a la solidaridad: la rapiña tiene armas en las manos y disparos en el verbo. La miseria no es suficiente para que los saqueadores encuentren su razón de ser en los escombros y en los sobrevivientes: tomar lo que se pueda, vomitar egoísmo en su forma más primitiva. Saquear no para sobrevivir, sino para ocuparse, para el placer.

La mitosis divina sigue su enfermedad: la libertad que cambió los cielos por los dólares camuflados se empeña por mostrar en el discurso la democracia y la salvación; el destino de todo un pueblo encarnado en la imagen omnipresente de un humano devenido en padre primero, en padre celestial. Los despojados, los olvidados, los civiles se dividen en fanatismos antagónicos: la figura intocable de Hussein y los buenos liberadores. Pocos se detienen en la reflexión, en no defender con su vida ninguna causa, porque ninguna causa les hará justicia. En la eterna disputa, en la eterna guerra se muere de pobreza, de enfermedad, de dolor; cuartos improvisados donde viven seis, ocho, diez personas que resisten la indolencia y el juego del líquido negro; baños que no son más que hoyos en las habitaciones que no son habitaciones, permanecer a la espera o derramar odio en las calles mientras Hussein o Bush o el narcoestado o Pinochet deciden cuándo dejar de apostar.

La narración como espejo y empatía, como posición crítica e inteligente: la contra-historia que de tan cercana el ellos deviene nosotros. Apretar la mandíbula y el puño y las entrañas y el corazón porque Haidar, el niño/símbolo Haidar, resistirá desde la sombra, desde donde el silencio es frío y la mirada no se encuentra, exigiéndonos siempre reír, que no es suficiente, pero ya es un acto de valentía.

Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)

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