El lenguaje fílmico en incontables ocasiones se ha topado con abrumadoras limitaciones al querer hallar una experiencia sensorial integral, particularmente en lo que respecta al denso y oscuro mundo de la memoria. Muchas veces la naturaleza funciona como un perfecto símil de nuestro intrincado sistema neuronal, conectado por largas ramas, poblado de microorganismos que circulan libremente, pintando un cuadro de apacible frenesí. El último filme del cineasta argentino Gustavo Fontán, forjado como muchos otros en el cine documental de sensibles abstracciones, se basa en un melancólico pero esperanzador proceso de búsqueda, en el que el mundo físico equivale al espiritual.
En El rostro, un hombre en un pequeño bote se dirige hacia un paradisiaco lugar en el que solía existir una casa, ubicado en el Río Paraná, que atraviesa Argentina, Brasil y Paraguay, pero ahora se encuentra desierto. A medida que el hombre recorre este inhóspito territorio, las cosas antes olvidadas o perdidas comienzan a materializarse; progresivamente esta isla se va poblando con la llegada de familiares y amigos.
Fontán busca encontrar en el medio un lenguaje preverbal, emocionalmente crudo, apoyado en una cuidada y precisa exploración metafílmica. Los cuadros montados por Fontán son reminiscentes de aquellas épicas instantáneas creadas por el maestro lituano Jonas Mekas pero su entorno amazónico nos remite al íntimo exotismo del genial tailandés Apichatpong Weerasethakul o las meditaciones filosófico-darwinianas del documentalista británico Ben Rivers.
En El rostro existe un uso casi ético de diferentes materiales fílmicos, que encuentra perfecta organicidad en la búsqueda de rostros viejos, cargados de nostalgia y que el deseo de la memoria logra cristalizar en objetos representativos, pero que sólo son la proyección interior, de la misma manera que el pintor usa el lienzo con varios grados de destreza para representar el mundo, pero la visión y representación del mundo se encuentra mediada por una fantasmal cognición, aquella de la emoción.
El recuerdo siempre es un contacto a nivel metafísico, lo que Fontán hace es probar que nunca pensamos un solo rostro, mediante impresiones constantes y fugaces, además que nuestro sistema de memoria es ambiguo, puntualizando en el hecho de que no esta sujeto a la racionalidad ni a un acto mecánico, sino a las espectrales cadenas del espíritu, sublimes pero falsas.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)