FICUNAM | ‘El escarabajo de oro’: La caza de la tradición

Cuando se aprecia la producción cinematográfica en la actualidad, es muy evidente que existe una oposición muy clara entre la tradición y la negación de la misma. La fascinación por el presente rescata muy poco del pasado, únicamente aquello que considera reutilizable y con suficiente atractivo para una audiencia acostumbrada a demandar más rápido y en mayor cantidad. Por ello, resulta loable el que un cineasta no rescate, sino que revigorice tradiciones, no solo cinematográficas, sino literarias con la misma agudeza y sensibilidad que el cineasta argentino Alejo Moguillansky utiliza en su más reciente obra, El escarabajo de oro (2014), codirigida por la cineasta y artista sueca Fia-Stina Sandlund y que se hizo acreedora al premio a la mejor película en el prestigioso Festival BAFICI de Buenos Aires en su edición del 2014.

El filme presenta un sofisticado híbrido de influencias literarias, cinematográficas y meta-cinematográficas que se ponen al servicio de una narrativa elusiva. En El escarabajo de oro, un equipo de filmación de prepara para rodar una coproducción sobre la flemática feminista sueca del S. XIX, Victoria Benedictsson. Sin embargo, en plena preparación, el actor Rafael Spregelburd, interpretándose a sí mismo, comenta a otros miembros del equipo sobre un tesoro oculto en Misiones, ubicada al norte de Argentina, del cual tiene el mapa pero para poder llegar allá, necesitan cambiar el tema del filme, por lo que en lugar de Benedictsson, utilizan la figura del radical político argentino Leandro Alem como fachada para embarcarse en la delirante empresa.

A partir de aquí, y precedidos e interrumpidos por una secuencia de créditos iniciales que parece evocar los artesanales cartones de las producciones hollywoodenses de los años 40 y 50, Moguillansky hace un ágil uso de las tradiciones literarias que nutren el motor del filme, particularmente el relato homónimo del escritor gótico Edgar Allan Poe, publicado en 1843 y del novelista escocés Robert Louis Stevenson junto a su emblemática Isla del tesoro (1883) y que se une a la tradición fílmico-literaria de otros cineastas argentinos contemporáneos que han colaborado con Moguillansky como Matías Piñeiro en su revisionista idilio con William Shakespeare en Rosalinda (2010) y Viola (2012), además de Mariano Llinás, quien participa en El escarabajo de oro como actor y editor, con su abrumador homenaje a los escritores argentinos Borges y Bioy-Casares, Historias extraordinarias (2009).

Tomando fundamentalmente el enfoque del trabajo de Louis Stevenson, Moguillansky nos presenta la historia “desde la perspectiva de los piratas” como se anuncia en los primeros minutos del filme, de este modo se inicia un largo recorrido donde el combate artero y la lucha, muchas veces sucia, se convierten en el motor del filme. Desde la oposición entre la postura ideológica y la sensibilidad de Victoria Benedictsson (que en varios puntos del filme toma el control de la narración) con la de Leandro Alem, con la voz del mítico cineasta argentino Hugo Santiago, que es usada como un catalizador de una incesante lucha de género hasta una revisión de las políticas globales de la industria fílmica y la abismal distancia que existe entre las visiones eurocentristas de Latinoamérica y la realidad fílmica de la misma, subyugada a proyectos de ínfulas nacionalistas de países europeos filmados en Latinoamérica por los costos de producción más bajos, “como si Buenos Aires fuera Dinamarca” espeta uno de los personajes.

El filme rápidamente abandona esta solemne faceta, muy a pesar de la co directora sueca Sandlund y se convierte en un documental de sí mismo en el que se enmaraña la búsqueda de un tesoro, cuya búsqueda se complica sea por un criptograma, por un rodaje casi calcado de los filmes políticos de la dupla Straub/Huillet a los que se hace alusión directa o simplemente, por la idiotez de un equipo de filmación que juega a ser pirata.

Asimismo, Moguillansky emplea recursos formales como el iris, barridos y transiciones entre escenas reminiscentes del lenguaje plasmado por cineastas estadunidenses como el pomposo Victor Fleming o el virilmente sofisticado King Vidor, así como el gran Louis de Feuillade y su serial Fantomas (1913). Toda una tradición fílmica que se integra sutilmente en la dinámica central del filme, una en la que el pasado narra el presente, la belleza del mundo es robada y en la que, irónicamente, el imperfecto tesoro sepultado en zonas recónditas de Latinoamérica, como el filme mismo, habrá de regresar a tierras europeas. El único valor que se queda aquí es de una titánica tradición, oculta por bellos criptogramas.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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