FICUNAM | ‘Chevalier’: Los juegos de Narciso

Eímai o kalýteros

El concepto de virilidad y masculinidad se han visto sometidos a una serie de cambios y transformaciones más o menos continuas durante las últimas décadas, pero en esencia han persistido  muchas de sus características mas indelebles y primitivas a lo largo del tiempo, siendo una de las más arraigadas la de la competitividad. En cualquiera de sus modalidades, el hombre contemporáneo padece una insatisfacción crónica al comparar sus habilidades con las de otro hombre, se mide y mide a los demás compulsivamente buscando reafirmar su superioridad, o cuando menos, la ilusión de la misma.

La cineasta griega Athina Rachel Tsangari, después de haber explorado los lazos femeninos desde su ángulo mas extraño y revelador en Attenberg (2010), y de manera institucional en el estilizado mediometraje The Capsule (2012), vira hacia un grupo de afluentes amigos en un yate en medio del Mar Egeo y que en medio de su lujoso aburrimiento deciden organizar un juego, que como todos, habrá de terminar en pleitos y enervante tensión: en base a subjetivos puntajes deberán decidir quién de ellos es “el mejor hombre” juzgando absolutamente todo lo que hacen.

El punto argumental, como en una gran mayoría del cine griego contemporáneo (Lanthimos, Aravanas) resulta atractivo y se presta a agudas observaciones sobre la conducta humana. La dinámica entre este heterogéneo grupo de hombres implica una personometría radical, desde calificar y cuestionar las posturas al dormir, sin olvidar desde luego la musculatura, la inteligencia, el estilo de su ringtone y evidentemente, el tamaño, durabilidad y forma de una erección.

Tsangari presenta a su ensamble como un príapico (en referencia a la figura mitológica de Priapo) grupo de inseguros infantiloides, adeptos a la cultura Men’s Health y sus códigos de comportamiento masculino, enfrascados en un juego que después de varios días, se vuelve tedioso y repetitivo, dejando de lado el lúdico goce y entrando en juego la fragmentación de sus psiques, tal como en aquel exasperante y macabramente divertido juego en La ruleta china (1978) del maestro alemán Rainer Werner Fassbinder.

Al final, Chevalier se desprende de la masculinidad para generar un comentario de mayor alcance sobre las relaciones de clase, mostrando como los sirvientes del yate comienzan a hacer sus pronósticos sobre los ganadores  e incluso a replicar con mayor austeridad las dinámicas de interacción de los “patrones”, muy a la Renoir (La regle du jeu, 1939) o Altman (Gosford Park, 2001). Sin embargo, en el juego de los narcisos no hay ningún ganador, solo un grupo de perdedores que creen que ganaron.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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