Mucho se nos habla hoy día de la importancia de la memoria histórica, sin embargo, la contundencia de los presentes acontecimientos del mundo revelan su inoperancia práctica: cómo se ignora o la forma en que su relevancia se ve dramáticamente mermada.
El cineasta y documentalista bielorruso Sergei Loznitsa, quien fue homenajeado por el FICUNAM hace un par de años, documentó las protestas en Ucrania en la relevante Maidan (2014), en un esfuerzo consciente por dejar constancia del papel fundamental de la protesta civil ante el remodelado autoritarismo político. En Austerlitz (2016), su más reciente documental, Loznitsa presenta una distorsión del holocausto que resulta casi perversa: su transformación en una atracción turística.
Mostrando legiones de gente que se pasean y fotografían como si estuviesen en Disneylandia o Ixtapan de la Sal, Loznitsa registra, en prístino blanco y negro, los grupos de turistas que indiferentes –y hasta aburridos– se pasean por los campos de concentración y cámaras de exterminio de Austerlitz, dirigidos por guías turísticos que dan detalle de lo ocurrido en cada lugar.
Evocando la banalización del mal que en su momento planteo Hannah Arendt, Loznitsa nos confronta con la negligencia de la memoria. Ésa que transforma una dolorosa cicatriz en una trivialidad que, más que generar una conciencia real de lo que implicó el Holocausto, parece tener la intención de que estos lugares estén abiertos al divertimiento público.
La disociación del pasado es peligrosa porque implica obviar el proceso cíclico de la historia y, además de repetir terribles errores, crea una insensibilidad tan grande que es capaz de transformar la tragedia en un mero pasatiempo o, como es recurrente hoy en día, negar que pasó. Loznitsa nos doblega con elegancia y austeridad, haciéndonos pasivos espectadores de nuestro propio holocausto.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)